Cuando la tierra tiembla es fácil olvidar que el aire mata.
Cuando unos sicarios atentan contra el jefe de la policía de Ciudad de México y una de esas balas mata a Gabriela Gómez, una mujer que se dirigía por primera vez a su puesto de comida después de dos meses de confinamiento, es difícil juzgar a quien se pregunta si merece la pena cuidarse de lo invisible.
Si una carretera del norte del país amanece con una pila de cadáveres y en un pueblo del suroeste se perpetra una masacre, es entendible que mucha gente se replantee a qué temer.
Mientras el mundo comparte riesgos y temores, para millones de mexicanos los viejos miedos son más asustadores. El mensaje de un cartel en un puesto de mercado resume bien la situación de México: Estimado cliente, le informamos que seguiremos laborando hasta que el coronavirus nos mate.
Antes de que se produjeran balaceras, masacres y un sismo de intensidad 7.5, estas últimas semanas se anunciaban como un momento para dar buenas noticias. Los cálculos del gobierno en las primeras fases de la crisis sanitaria —entonces el discurso oficial destilaba saber y tranquilidad mientras en casi todo del mundo solo había preguntas— auguraban que el 25 de junio la pandemia estaría controlada. El presidente, Andrés Manuel López Obrador, aseguraba en sus conferencias de prensa de las mañanas que tenía armas suficientes para frenar al coronavirus: estampitas religiosas, la fuerza moral del pueblo y la misión histórica de cambiar el país. Cada tarde, Hugo López-Gatell, subsecretario de Salud, epidemiólogo y vocero del gobierno para la pandemia, hablaba con tanta elocuencia sobre datos y proyecciones matemáticas que muchos se convencieron de que el mundo se equivocaba y México tenía razón.
Pero cuando se acercaba el supuesto fin de lo peor de la pandemia, la realidad se cruzó con ese discurso de mito mañanero y ciencia vespertina. Los mensajes de optimismo de López Obrador empezaron a tener de fondo un mapa teñido de rojo—el peor color en el sistema de semáforos que se ha instaurado para describir el estado de la pandemia—. El 25 de junio había más de 218,000 positivos y 26,654 muertos por COVID-19 y la curva de contagios y fallecidos no mostraba signos de descenso.
En el momento de dar buenas noticias se confirmaba que México vivirá más tiempo con los males de la fase más cruda de la pandemia y que la pandemia no ha reducido ni un ápice los males del país. En un contexto de incertidumbre, que mañana morirán alrededor de 100 personas asesinadas se ha convertido en una certeza casi tan segura como que después del terremoto del 23 de junio la tierra en México volverá a temblar.
El día del padre, 20 de junio, uno de los criminales más buscados de México difundía un vídeo al borde del llanto porque la policía había detenido a su madre y a su hermana. José Antonio Yépez pedía apoyo a “su gente” en Guanajuato, un estado en el centro del país que en los últimos años ha pasado de ser un lugar tranquilo conocido por la minería, el petróleo y ser cuna de la Independencia a convertirse en el segundo estado con más homicidios por habitante de México.
Una semana después, su madre, en un principio acusada de ser la responsable financiera del grupo criminal, quedó en libertad por falta de pruebas y se ha abierto una investigación contra los agentes que la detuvieron por supuesta tortura. Yépez difundió otro vídeo: esta vez desafiante, amenazando a las autoridades.
En San Mateo del Mar, en el estado de Oaxaca, quince personas fueron asesinadas en un supuesto control sanitario por la COVID-19. El motivo: una disputa política producto del control de tierras. La pila de diez cuerpos dejados en el estado norteño de Sonora fue la rúbrica de una victoria después de un enfrentamiento entre grupos criminales.
El 20 de junio en Ciudad de México finalmente ni siquiera fue el día del padre. La jefa de gobierno de la capital, Claudia Sheinbaum, anunció que la celebración se posponía para evitar festejos y con ello contagios. Unos días después se produjo el atentado contra Omar García Harfuch, el secretario de Seguridad. En la mañana. Con granadas y armas largas. En Lomas de Chapultepec, la zona más exclusiva de la capital. Las autoridades atribuyeron el ataque al Cartel Jalisco Nueva Generación, el grupo criminal con mayor expansión en los últimos años. García Harfuch sobrevivió con tres balas en el cuerpo. Además de Gabriela Gómez, murieron dos policías.
Estos episodios son una muestra de un país en el que la violencia mucho más allá de la guerra contra el narco es una herramienta para la solución de conflictos, la extracción de recursos, el control social y una vía para la negociación política. También una promesa de ascenso social e identidad ante el abandono y la corrupción estatal. Hace tiempo que México no se explica sin sus muertos porque la violencia forma parte de su ser.
En números esto se ha traducido en que los últimos tres años han sido los más violentos de la historia reciente en un país con una gran historia de violencia. Que el año pasado murieron asesinadas más de 35,000 personas. Que las cinco ciudades más violentas del mundo sean mexicanas. Que en un año y medio de gobierno de López Obrador se hayan cometido más de 53,000 homicidios. La tasa dobla a la de sus predecesores, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, dos de los máximos culpables de la situación actual del país. En la vida de millones de personas la violencia no solo ha generado muerte, también desplazamiento forzado, sumisión, miedo, desaparecidos. La COVID-19 llegó a un país en duelo permanente, convirtiendo para mucha gente lo complicado en imposible.
Cuando las previsiones del gobierno para la pandemia no se cumplieron López-Gatell recordó que él había dicho que solo sería así si los ciudadanos cumplían las medidas de mitigación y sana distancia (en México nunca ha habido una cuarentena obligatoria). Es cierto. También lo es que el 60% de mexicanos vive al día del trabajo informal y que debe decidir entre quedarse en casa para cuidarse y morir de hambre. O que huir de casa es el modo de salvarse de otros muchos ante la violencia del país.
Ningún gobierno tiene la solución a la pandemia, pero los ciudadanos necesitan una guía confiable y responsable. Más en un país con los problemas estructurales de México. Segundos después del terremoto del 23 de junio varias personas presumían en redes sociales de que habían salido a la calle con mascarilla. Pero a la gente no se le puede exigir que se acuerde del cubrebocas mientras la tierra tiembla. La tragedia es que muchos mexicanos deben hacer cada día lo mismo: elegir entre sus miedos.
fuente.-
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