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Tijuana se pintó de rojo carmesí en 2016. De acuerdo con datos preliminares del gobierno del estado, 900 personas fueron asesinadas el año pasado en esa ciudad fronteriza. Fue, con mucho, el peor periodo de violencia que han vivido los tijuanenses desde 2010.
Las malas noticias de la frontera no son exclusivas de Baja California. En Ciudad Juárez, después de cinco años consecutivos de disminución, los asesinatos repuntaron en 2016. Si bien Juárez está muy lejos del pico de la crisis de 2008-2010, el aumento del año pasado no fue menor. El número de homicidios pasó de 311 en 2015 a 536 en 2016, un incremento de 72%.
Al este, la situación no luce muy bien que digamos. En Nuevo Laredo, el año cerró, por segunda ocasión consecutiva, con más de 80 homicidios. Y 2017 abrió con un evento de alto impacto: el coordinador regional de la Procuraduría General de Justicia del estado fue asesinado, junto con tres otros funcionarios de esa institución.
Por lo regular, es mala política generalizar sobre la frontera norte. Cada ciudad tiene su propia historia y su propia dinámica de seguridad. No obstante, el ascenso simultáneo de la violencia homicida en múltiples comunidades sugiere la posible existencia de algunos factores comunes.
En primer lugar, la fragmentación de los grupos criminales pudiera estar generando disputas más agudas por territorios específicos. Ese fenómeno es particularmente notorio en Tamaulipas, pero pudiera estar presente igualmente en Ciudad Juárez y Tijuana, donde algunas pandillas antes alineadas a los cárteles dominantes pudieran estar operando ahora con mucho mayor autonomía.
En segundo término, el ascenso reciente de la violencia pudiera ser un reflejo del debilitamiento relativo del Cartel de Sinaloa. En Tijuana, por ejemplo, hay evidencia amplia del arribo del Cártel de Jalisco Nueva Generación a la ciudad, de la mano de lo que queda del Cártel de los Arellano Félix. En Ciudad Juárez, hay indicios de que La Línea (el brazo armado del Cártel de Juárez) se ha reorganizado y empieza a estar en posición de retar a Sinaloa.
Por último, pudiéramos estar aquí ante un efecto Trump. Nadie sabe con precisión qué es lo que va a hacer la siguiente administración estadounidense, pero un hecho parece incontrovertible: con o sin muro, la frontera se va a endurecer. Dada las preferencias de Trump, resulta previsible que, por ejemplo, aumente el tamaño de la Patrulla Fronteriza. O que haya un mayor despliegue de tecnología de vigilancia (drones, sensores, etcétera) entre puertos de entrada. O que se refuercen los controles migratorios y aduaneros en los puntos de cruce legal.
De ser el caso, se van a volver más escasas y más valiosas las rutas de tráfico ilícito que persistan en una frontera endurecida. En anticipación a ese hecho, varios grupos criminales pudieran estar tratando de hacerse con el control de esas rutas y métodos de tráfico ilegal. La violencia reciente pudiera ser un escarceo inicial de un conflicto mucho más amplio.
Todo esto es, por supuesto, altamente especulativo, pero parte de una experiencia real. Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, los controles en la frontera se reforzaron ampliamente. Y no de manera temporal: en espacio de una década, casi se triplicó el número de elementos de la Patrulla Fronteriza, por ejemplo. En ese entorno, el control de las plazas fronterizas se volvió un negocio mucho más redituable y eso tal vez explique parte de la violencia que vivieron en los años subsiguientes casi todas las zonas urbanas de la frontera.
¿Algo similar podría suceder de nueva cuenta? Ojalá no, pero quizás sí. Y la mera posibilidad es para poner los pelos de punta.
Fuente.-alejandrohope@outlook.com
@ahope71
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