Este hombre tiene una espalda de roca, presume unos bíceps de 25 centímetros de diámetro y unos abdominales esculpidos durante años. Se llama Uziel Salomón Durán y ocupa una celda en el Reclusorio Sur del DF. La celda 312: tres, uno, dos..
- Qué hace aquí, se pregunta. Y aún no atina a responder cómo llegó, qué rompió su destino, ese que tenía casi al alcance de la mano: ser Mr. México, ganar el máximo título de físicoconstructivismo en el país.
Eso apenas fue hace unos meses. Hoy, en el patio de la prisión, no le queda más que luchar para que su musculatura no abdique y se disuelva.
Le esperan casi 3 mil días por delante, días sin nombre, sin rostro; más de siete años para cumplir una condena al cabo de la cual no sabe si encontrará algo que le recuerde quién es él, quién es El Campeón..
L
a vida es para los ganadores, El Campeón lo sabe. En el patio principal del Reclusorio Sur escucha los gritos de victoria. “Ganamos, cabrones”. Los internos se arremolinan para ver a los hombres que regresan del Torneo Inter Reclusorios de Físicoconstructivismo. Han obtenido el primer lugar. El Campeón es el foco de atención, los reclusos no cesan de palmear su espalda de roca, pero él parece distante. No siente nada. Sólo ese hormigueo en la nuca que lo atormenta desde que lo encerraron: la lóbrega intuición de que su cuerpo se desvanece a cada paso.
El Campeón camina hacia su celda en silencio. Se llama Uziel Salomón Durán Martínez. No deja de preguntarse cómo terminó ganando un concurso de reclusorios si dos meses antes estaba a punto de convertirse en el nuevo Mr. México. Se cuestiona cómo, después de codearse con los mejores, con los colosos de este deporte, después de competir en más de 100 certámenes, terminó hundido en este lugar de resignación y derrota al que llaman cárcel. No entiende cuál fue el error, en qué momento acabó su suerte.
Meses después, en un pequeño salón del auditorio del penal, reconstruirá este momento durante una entrevista con emeequis. Su voz sonará convulsa, atrapada. Como un depredador en reposo, sus ojos oscuros se quedarán quietos; a cada inhalación se dilatarán las fosas nasales de su nariz, ancha como una vía. La afilada barbilla le imbuye a su perfil un aire altivo que compensa su metro y 62 centímetros de altura.
“Yo ya había estado en los grandes escenarios. Vivía para competir y todo eso era tan normal ya”, dirá El Campeón y no podrá dejar de mostrarse afectado.
Pero ahora El Campeón no dice nada. Se limita a contemplar los rostros sonrientes de su equipo, los brazos entusiastas que cargan el trofeo. Le extraña haber generado tal optimismo dentro del cautiverio y la monotonía de la cárcel. Debería estar orgulloso. En sólo 15 días logró enseñar a su equipo las mañas y los conocimientos que a él le costó toda una vida perfeccionar. Posar, fijar los músculos frente a la mirada tiránica de los jueces, es laborioso. Sin embargo, el trofeo está allí, brilla por encima de las cabezas eufóricas. Es la primera vez que “El Sur” se lleva el primer y cuarto lugares en un concurso así.
Sus articulaciones siguen tensas, incluso horas después de haber concursado. Podría ser el rigor mortis que, al igual que los cadáveres, los músculos de todo campeón experimentan después de haber entrenado hasta el límite. Pero no es eso. Es el miedo que lo ataca cada vez con mayor frecuencia. Acepta que su mayor angustia es perder todo lo que tanto le ha costado esculpir. Como una roca torturada por el eterno goteo del agua, su musculatura corre el riesgo de abdicar y disolverse.
Ha cumplido sólo siete meses de los siete años y cuatro meses que durará su sentencia, pero los estragos ya son evidentes. Antes de ingresar a prisión llegó a marcar 70 kilogramos en la báscula, el límite reglamentario para competir en su categoría; ahora pesa 20 kilos más. Su índice de grasa corporal es de 12 por ciento, pero cuando llegó aquí era de tres por ciento. Su cintura afilada no rebasaba los 60 centímetros; ahora se esfuerza como nunca por mantener la línea.
Aun así, no hay en el Reclusorio Sur un cuerpo que se le iguale y tampoco una mente más versada en bioquímica, farmacología y anatomía. Le bastaron unos meses para convertirse en el preparador físico del penal. Con picómetro en mano calcula la masa corporal, de músculo y de grasa de los internos; les diseña rutinas, dietas, los orienta para que hagan sus ejercicios correctamente y no se lastimen. Todo lo que solía hacer consigo mismo antes de entrar a la cárcel.
Los reclusos tienen motivos para estar agradecidos con él. Mientras siguen su recorrido de la victoria, se ofrecen a cargarle la maleta con su ropa. Hacía tiempo que no había un gallo entre ellos, dicen, un recluso al cual abrirle la puerta de pura admiración. De puro respeto.
Pero Uziel Salomón no parece con ánimos de retribuir esas cortesías. Mientras camina con lentitud, no dice nada ni los mira a los ojos. Poco a poco, deja de escuchar los gritos a su alrededor, se aleja del festejo hasta quedar solo.
El Campeón, el actual Mr. Oriente, fisicoconstructivista con metas, con futuro, con más de 18 años de experiencia, regresa a la celda 312, el lugar donde duerme junto a otros 10 internos. Tres, uno, dos: 312. Repite el número en una voz apenas audible.
El mundo es de los campeones, piensa. Y las competencias sólo tienen un lugar: el primero. ¿Cuántas veces repitió esas mismas frases antes de ser encarcelado? Hoy, después de ganar otro trofeo, luego de acariciar otra vez el éxito, ya no está tan seguro de lo que significan. Como todas las noches, se queda con esa oscura sensación que lo devora, que le susurra frente a los espejos, que le inyecta frío en los huesos. La certeza de que la libertad, como el cuerpo, como la voluntad, están hechas de la misma materia endeble y frágil. Más que nunca, Uziel lo sabe.
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N
ingún peso absoluto puede negarlo sin sonar hipócrita: los esteroides son la piedra angular del físicoconstructivismo. El Campeón debe a ellos el portento de su figura. También los culpa, viles traidores químicos, de su desgracia y de la de su esposa, quien purga una condena en el Reclusorio Femenil de Santa Martha Acatitla.
Uziel Salomón se recarga sobre uno de los pilares que sostienen el pasillo techado que va de la entrada del penal hasta el auditorio principal. Detrás de los muros, se levantan los cerros por donde cruza la vieja carretera de Topilejo. El cielo adquiere un tono gris plomizo.
Todo ocurrió, recuerda, en una tienda de suplementos alimenticios ubicada sobre Insurgentes. El concurso Mr. México se realizaría en unos cuantos días y Uziel Salomón se preparaba con afán. Estacionó el auto en una calle perpendicular y ni él ni su esposa advirtieron los parquímetros.
Al salir se encontraron con un policía a punto de colocar una araña inmovilizadora a su auto. El Campeón trató de detenerlo. Lo que pudo terminar en un tonto malentendido, en una anécdota molesta, se convirtió en el principio de su caída.
Desde los 20 años Uziel Salomón había mantenido el ritmo de 12 semanas de ingerir anabólicos por tres meses de depuración. Hasta entonces había resultado bien. Nunca sufrió problemas de salud; ningún daño hepático, ninguna insuficiencia renal o trombosis. Su estado físico era inmejorable. Eran sus emociones las que cada día se volvían más quebradizas.
“Estaba muy alterado, me enojaba por cualquier cosa o me deprimía, parecía un cerillo que se prendía al menor tallón”, rememora, pela los dientes y aprieta el entrecejo, como si probara un sabor amargo.
No es el único. Abundan las historias de grandes físicoconstructivistas que terminaron en tragedias violentas. Bertil Fox, apodado Brutal, disparó y asesinó a su novia y a su madre; Craig Titus golpeó hasta la muerte a su asistente personal, con la que sostenía una relación, para después meterla en la cajuela del carro y prenderle fuego; o Sally McNeil, quien le disparó a su marido con una escopeta y fue condenada a cadena perpetua.
En todos ellos, los químicos fueron los responsables de endurecer sus músculos y de resquebrajar su mente. Un informe de investigación del National Institute on Drug Abuse, de Estados Unidos, apunta hacia allá: “Algunos abusadores de esteroides reportan que han cometido actos agresivos como altercados físicos, robos a mano armada, hurtos, vandalismo o violaciones de domicilios”.
Uziel no dice quién comenzó la pelea. Pero en algún momento, cuando la situación se volvió más tensa, afirma que el policía lo increpó: “Eres un pendejo, eso ganas por dejar tu carro aquí”.
A El Campeón le extrañó la repentina valentía del uniformado. Lo normal era que la gente experimentara un sentimiento de carencia cuando lo miraban en la calle. Los cuerpos gordos, chaparros, sin simetría, se sentían disminuidos al pasar a su lado. También era común el recelo, el desafío, la bravuconería de los que no querían ceder ante sus músculos. Uziel Salomón estaba acostumbrado a eso; pero aquel día traía la mecha demasiado corta para otorgar concesiones. Terminó golpeando al policía en plena avenida.
Cuando el agente intentó desenfundar su arma, la mole de músculo se le abalanzó y, de un solo empujón, aquél salió proyectado varios metros. La pistola cayó al suelo. No tardaron en llegar los refuerzos. Uziel y su mujer fueron detenidos.
Era miércoles 20 de agosto de 2014. El domingo de esa misma semana, El Campeón planeaba asistir al proceso selectivo para competir en Mr. México. Tres ocasiones había obtenido el segundo lugar: 2010, 2012, 2013; estaba seguro de que 2014 era su año. Pero el día clave, en lugar de provocar estupor con sus músculos desnudos y bien pulidos, amaneció con una sonda en su estómago: sus intestinos se paralizaron por ingerir, una sola vez, el alimento penitenciario después de llevar, por años, una dieta estricta.
“Me fabrican que quería asaltar la tienda, que desarmé al policía, que mi esposa fue cómplice. Siete años a cada uno”, exclama todavía con un gesto de incredulidad al recordar lo ocurrido. Ambos se encuentran en proceso de apelación, pero será difícil reducir la sentencia.
Son las dos de la tarde. Las áreas al aire libre están pobladas por reclusos que deambulan en busca de algún pasatiempo o una tregua para el encierro. Algunos pasan a su lado, lo voltean a ver recargado sobre el pilar. Es imposible ignorarlo, pero nadie lo saluda, no hay señas amistosas esta vez. El Campeón no tiene muchos amigos fuera del gimnasio.
Su esposa también es físicoconstructivista; luego de seis años de pareja, hicieron a un lado la competencia y tuvieron a su primera hija. Después del arresto de sus padres, la niña de un año de edad está al cuidado de la familia paterna.
“No he podido verla desde que nos sentenciaron. Ninguno de los dos hemos podido abrazar a nuestra hija”, se queja con desilusión, pero ya sin el enojo de los primeros meses, cuando se sintió víctima de una injusticia. Ahora intenta refugiarse en el optimismo, en sus rutinas, para soportar el tiempo que le falta.
“Yo como quiera puedo, pero en el femenil no hay gimnasio; mi esposa no puede entrenar. Da clases de zumba y de técnicas de glúteo y abdomen, pero no es suficiente. Hablé con amigos del medio y estamos viendo si conseguimos unos aparatos para llevarlos allá, eso sería bueno”.
Uziel se queda en silencio porque las lágrimas se le amotinan. Fija su vista en un punto del aire. Musita entonces palabras sueltas y apenas entendibles. Una montaña por conquistar. Si no hay dolor, no hay ganancia. Repite esos mantras que suele usar cuando siente que no soporta hacer una repetición más, cuando intenta levantar un peso descomunal y necesita estimularse. Sólo que ahora no hay ningún peso sobre sus hombros, sus músculos no están tensos. Esta vez quisiera, nada más, contener las lágrimas. Nada nos detendrá, dice al fin; su optimismo de campeón ilumina de nuevo su rostro.
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S
us días carecen de nombre, los identifica por zonas musculares. La semana empieza con pierna, sigue pecho, luego tríceps, bíceps, hombro, espalda, pierna de nuevo. El último día de la semana tiene visita.
El cuerpo humano está hecho para el movimiento; más el suyo. Su metabolismo híper acelerado le reclama libertad, pero él lo apacigua corriendo durante horas, entrenando sin descanso en los patios del penal.
“Para alguien tan poco sedentario como yo es difícil estar en la cárcel, pero no hay imposibles. Trato de no echar a perder todo lo que he logrado en 18 años, me ha costado tiempo, dinero y esfuerzo”, dice con aplomo y abre su mano como si una corriente eléctrica le tensara los dedos gruesos.
En la entrada del gimnasio, se puede leer en la pared: Rufianes Gym. Este es el territorio de Uziel Salomón. Se trata de un edificio amplio, de techos altos, que parece diseñado para albergar una capilla o una pequeña iglesia. Tal vez por eso los reclusos se han encargado de decorarlo con la dedicación que merece un lugar sagrado. Cual si fueran santos empotrados en las paredes, carteles de hombres musculosos decoran todo el lugar. En las paredes laterales, Santa Carmen Electra en traje de baño provoca la devoción de los internos.
El estruendo de las pesas y los bits de la música electrónica dominan el ambiente. Hay regaderas, vapor dos días a la semana. Los aparatos son rústicos pero están bien cuidados, son de acero inoxidable. En la pared principal los internos han pintado a Jay Cutler, Dexter Jackson y Kai Greene, los fisicoconstructivistas más reconocidos en el mundo entero, pesos absolutos ganadores de Mr. Olympia. No hay ningún gimnasio que se respete que no tenga alguna imagen de ellos.
De niño, Uziel Salomón era fanático de Arnold Schwarzenegger. A los 16 años, con la prepa terminada, sus ídolos eran ya aquellos que decoran la pared del gimnasio. Por ellos comenzó a entrenar y se especializó en acondicionamiento físico.
Con el tiempo escribió su propio manual de entrenamiento. Las mejores rutinas, las dietas adecuadas para cada zona del cuerpo, los fármacos más efectivos.
La prisión lo ha obligado a improvisar. No tendría que ser tan difícil; en teoría, el cuerpo humano está diseñado para adaptarse.
El mayor reto ha sido mantener su masa muscular sin utilizar diuréticos para secar el cuerpo, carnitida líquida para quemar la grasa que impide lucir al músculo, o anabólicos y sustancias similares para incrementar el tamaño. Lo prioritario es evitar que su organismo se coma su propio músculo, “catabolizar” le llama él. Para lograrlo, su único aliado es la alimentación. Debe consumir altas dosis de proteína al día.
“Mi dieta no la encuentras en la cárcel, mi familia me trae cosas; lo demás lo compro aquí adentro”, asegura y camina por el gimnasio del penal mientras observa los ejercicios de los internos. No falta quien se acerque para pedirle consejo o supervisión en alguna rutina.
En la mañana El Campeón bebe un licuado de proteína y avena; después del entrenamiento, 10 claras de huevo con nopales o verduras; en la tarde, 900 gramos de pollo con arroz; de comida, carne roja o filete de pescado; para cenar, otra vez claras de huevo. En total seis comidas al día, que le cuestan un estimado de 4 mil pesos al mes. A ese ritmo, espera aumentar cuatro kilos de musculatura, aunque admite que los 20 kilos que ha aumentado desde su detención no son precisamente músculo.
Si dejara de entrenar, en menos de tres meses comenzaría la pérdida de masa muscular y el aumento de grasa; se convertiría en lo que adentro llaman “gordimamado”.
“Tengo miedo a ver así mi cuerpo. Yo debo seguir. Mucha gente te puede decir que ya estás bien así, pero tú dices ‘no, puedo estar mejor, puedo estar mejor, puedo estar mejor’”, repite con su voz vigorosa y, para reforzar sus palabras, se mira en el espejo y ensancha su pecho; tensa los músculos. Mantiene la pose durante largos segundos y su rostro comienza a llenarse de pequeñas perlas de sudor. Sonríe discretamente. Las cicatrices de acné en su cara se borran cuando la piel se estira.
Durante su entrenamiento, usa una playera desgastada con agujeros y una gorra beige maltratada que oculta la melancolía de su rostro. En su manual teórico de entrenamiento ha escrito: más repeticiones igual a más músculo, más esfuerzo igual a más éxito, más éxito igual a más satisfacción.
En teoría, quiere pensar, sua músculos se adaptan, crecen y se moldean al ritmo que él desea y no al ciclo pesado, abrumante, que les impone la cárcel. Pero a veces, la teoría y la práctica se contradicen. El Campeón lo sabe bien. Ahora más que nunca.
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Salvador Blancas se muestra de perfil. Ese es su mejor ángulo; la mejor versión de sí mismo. Presume su brazo más fuerte. Las luces se impactan en su cuerpo maquillado; expande el pecho hasta sentir que todas sus fibras se dilatan; cada músculo parece tener una propia forma, un peso propio.
Sujeta la muñeca con la mano contraria a la que muestra y contrae el bíceps, ejerciendo presión hacia arriba. No hay piel, no hay carne, sólo un monolito esculpido en bronce.
Dobla las rodillas a 70 grados y pega las piernas hasta que en el bíceps femoral la sangre se acumule. Hace presión con los dedos de los pies y muestra toda la magnificencia de los gemelos. La pose se llama pectoral de lado; en ella, el cuerpo de Salvador Blancas Corona embona a la perfección; anula todos sus defectos, hace brillar todo el esfuerzo.
Todo eso, Salvador Blancas lo aprendió de El Campeón. Sobre el escenario, trató de repetir mentalmente cada una de sus instrucciones. Se hallaba nervioso; era su primera competencia, sus músculos temblaban en las poses, el maquillaje escurría con el sudor. Aun así, los jueces, representantes de la Federación Mexicana de Fisicoconstructivismo, no pudieron ignorar su pose de pectoral de lado. Ganó el cuarto lugar de Mr. Oriente.
Salvador tiene tres años y cinco meses en el Reclusorio Sur. Le faltan sólo nueve meses para cumplir su sentencia. Su delito: robo agravado. Es su segunda vez encerrado.
“La primera, me inventaron que había robado un carro. La segunda, me peleé en la calle y le troné la pata al otro carnal; me acusaron de robo”, detalla mientras estira las extremidades frente al espejo.
Mide un metro 70 centímetros y pesa 80 kilos; su índice de grasa corporal es de 12 por ciento: cada uno de sus músculos impone. Sus ojos están hundidos y sus pómulos marcados, usa un reloj Fossil y una pulsera con arreglos de plata.
Gracias a la llegada de Uziel Salomón comenzó a tener la idea de convertirse en fisicoconstructivista. Hace unos años, formó un grupo de entrenamiento con otros cuatro amigos suyos; se hacen llamar Los Avengers. Eran los más fuertes y musculosos del reclusorio, hasta que llegó El Campeón. Ahora es él quien los entrena. Junto con las autoridades del penal promueven un proyecto para hacer del campeón el entrenador oficial de un equipo especializado en fisicoconstructivismo que defienda la corona de Mr. Oriente en octubre.
Salvador Blancas cree que con el nuevo entrenamiento, mucho más riguroso y enfocado, podrá llevarse el primer lugar en el Inter Reclusorios antes de salir de la cárcel, ganarles a los del Reclusorio Oriente, sobresalir entre los más de 50 cuerpos que concursarán. Quiere sentir por última vez las luces sobre su cuerpo, la mirada de los jueces analizando sus poses, todo eso que tal vez no gozará allá afuera.
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E
l imponente físico de El Campeón, sus brazos de casi 25 centímetros de diámetro, sus piernas profusas en músculos, sus abdominales esculpidos, se ha convertido en un panfleto en contra de la autoridad que lo encerró; una sutil forma de venganza, casi una afrenta.
“Ellos no pueden conmigo, yo soy más fuerte. Eso es lo que a veces pienso. Trato de demostrarme a mí mismo que esto no es una barrera para mejorar. En lugar de venir y quedarme estancado, yo lo he logrado”, alardea y asegura que volverá por esa victoria postergada.
Está sentado en una silla que apenas parece soportarlo. El salón detrás del auditorio también parece pequeño con él ahí dentro. Afuera se escucha el estruendo de una banda de guerra que hace sus prácticas en el jardín.
Cuando quiere sacar fuerzas para soportar la cárcel, piensa en la preparación previa a las competencias, las depletadas, les dice; “esas sí eran la muerte”. Meses antes de la competencia, los profesionales deben eliminar toda la grasa intramuscular para mostrar su mejor desempeño en el escenario.
“Primero suprimes de tu dieta todo carbohidrato. Luego empiezas con los diuréticos, bebes 12 litros de agua diario, en el liquido que sale va toda la grasa intramuscular; te vas secando, tu cuerpo parece rocoso”, explica Uziel Salomón con añoranza.
Durante las depletadas su cuerpo se convertía en el receptáculo de una fórmula para obtener un cuerpo vascular y congestionado. Ingería proteínas, maíz ceroso, glicerina, diuréticos; arroz en cantidades industriales, hormona del crecimiento, insulina, azúcares. Comía cada tres horas, no había descansos, ni siquiera para dormir. Abandonar ese mundo fue como caer de un tren en movimiento.
La banda de guerra termina su ensayo. Queda el silencio. Uziel tiene la mirada perdida, distante. Masajea sus dedos como presagiando un dolor.
Se levanta con lentitud, resintiendo cada kilo. Sale del pequeño salón del penal en silencio. Sus músculos de hierro son un postulado en este lugar. La fortaleza de su cuerpo es consecuencia de la fragilidad de su vida, de su libertad.
En teoría, para hacer crecer a los músculos hay que rasgarlos, castigarlos; sólo así se hacen más fuertes. Pero El Campeón sabe perfectamente que la teoría, como la justicia, como la vida, como los mantras de entrenamiento, tarde o temprano termina por contradecirse con la práctica.
El encierro le ha enseñado otros matices para palabras como desgaste, cansancio; significados más íntimos, más honestos y que poco tienen que ver con la masa muscular o la grasa acumulada.
Cada día que transcurre es una depletada más, un disco más a la pesa; una prueba más para salir fortalecido y triunfante.
Lo esperan casi 3 mil días por delante, días sin nombre, sin rostro, que en las entrañas cargan el miedo de que Uziel encare al espejo y no encuentre nada que le recuerde quién es él, quién es El Campeón.
Fuente.-Emeequis.
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