Su esposo llevaba seis meses trabajando “en las trocas”. Ella se enteró casi un mes después. Tenían dos hijos y uno más venía en camino. Habían planeado huir para que su esposo pudiera dejar de trabajar ahí.
La madrugada del 3 de julio del 2020 en Nuevo Laredo, Tamaulipas, hubo un enfrentamiento entre militares y civiles. Los soldados declararon ante el Ministerio Público que después de una agresión, a las dos de la mañana, repelieron la agresión disparando a civiles armados a bordo de una camioneta pick up y que el enfrentamiento terminó en 12 civiles armados muertos. Tres de ellos vestidos de civil y nueve con equipo táctico.
A la siguiente semana EL UNIVERSAL reveló que tres de los 12 eran jóvenes secuestrados que murieron a manos del ejército y también un video del operativo donde no se ve reacción de los civiles armados, y a pesar de órdenes de cesar el fuego, los soldados continúan disparando.
El esposo de Liz es uno de los presuntos civiles armados, acusados de criminales por Sedena, y quienes llevaban en la camioneta a tres jóvenes atados de pies y manos, que tienen como causa de muerte en el acta de defunción, “herida producida por proyectil disparado por arma de fuego penetrante al cráneo (súbito)”.
Al menos hay otros cinco que tienen el mismo tipo de causa de muerte. La Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) recibió una queja por posible ejecución extrajudicial. El cuerpo de los nueve cuentan con más de un disparo, pero en seis de ellos la causa de muerte es un disparo en la cabeza.
“El derecho a la vida fue el que le quitaron. Y más porque no se ve que se esté disparando. En el video no se ve que tuviera armas. Salió corriendo. Lo pudieron detener. Tal vez llevarlo a la cárcel si hizo algo mal“, explica la esposa.
EL UNIVERSAL habló con familiares de cuatro de los nueve presuntos criminales que murieron en esa madrugada para saber si habían realizado alguna denuncia, o si alguna autoridad se les había acercado. Dijeron que no.
El promedio de edad de los nueve es de 20 años. Algunos familiares no sabían en qué tipo de trabajos estaban sus hijos. Otro confesó que su hijo le habló un día para decirle que lo habían levantado y ahora estaba trabajando de manera forzada con ellos. Uno más sólo vio a su familiar seis veces en el último año y medio porque siempre los tenían trabajando en la sierra.
Cuando la esposa Liz y otros familiares quisieron ir a denunciar a la Fiscalía General de la República, les dijeron que sería un proceso muy largo y que les recomendaban no hacerlo. Y nadie denunció. “Yo no sabía que podíamos hacer algo, porque en todas las notas los critican de alguna forma”, explica.
Ninguna de las 12 personas muertas que presentaron los militares ante el Ministerio Público tenía pertenencias. A Jennifer, esposa de otro, le hablaron cuatro veces entre el 9 y 10 de julio desde el teléfono de su esposo. Ella contestaba, la llamada duraba menos de un minuto y sólo recibía insultos. “Me llamaban para burlarse. Me decían que si yo sabía en qué andaba para qué iba a la FGR a preguntar”.
Valentina visita casi todos los días la sepultura de su hijo. Frente a su tumba está la de su amigo de la infancia,quien también murió en la misma camioneta el 3 de julio. Sobre ambas hay pistolas de juguete y unos carros militares. Valentina dice que para ninguna madre hay un hijo malo y que no tienen por qué juzgarlos.
Ella no quiere que la muerte de su hijo quede impune. Para ella este caso puede servir para evitar que enfrentamientos o agresiones terminen con más muertos. Que detengan a los supuestos criminales, mejor que matarles a tiros. Su hijo también tiene como causa de muerte un disparo en la cabeza.
EL UNIVERSAL buscó entrevista con la CNDH, FGR y Sedena, pero al cierre de la edición ninguna autoridad contestó.
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