El horror de Zacatecas amanece cada día con un nuevo rostro. La guerra sin cuartel que libran los dos cárteles más poderosos de México, el de Sinaloa y el de Jalisco Nueva Generación, que se ha recrudecido las últimas dos semanas sin que una autoridad los frene, ha regado de cadáveres la sierra, ha dejado hombres colgados de puentes y embolsados en plena calle. Pero este jueves mostraba su cara más cruel: dos hombres torturados y empalados a una cruz, espalda con espalda.
El Gobierno estatal ha contado este jueves nueve ejecutados más, entre los que se encuentran los dos crucificados y siete hombres torturados y cubiertos con bolsas de basura, arrojados a la calle, que se ha convertido en un tiradero de cuerpos y muerte desde hace dos semanas. Las autoridades estatales se reconocieron desde febrero incapaces de frenar una ola de violencia que venía gestándose desde que los dos grupos criminales se declararan la guerra por el control de un territorio tradicionalmente controlado por uno de ellos, los sinaloenses. Aunque siempre ha tenido presencia criminal, como la mayoría del país, es la disputa por la plaza lo que ha disparado unos niveles de asesinatos y terror inéditos desde hacía décadas.
La estrategia del presidente, Andrés Manuel López Obrador, para frenar la violencia se ha mostrado en las dos últimas semanas frágil y rebasada por un poder del narco imparable. Las escenas de guerra de la sierra de Zacatecas de hace solo una semana, cuando los dos grupos criminales se enfrentaron con artillería pesada dejando al menos 18 muertos —hasta 35 contaron los medios locales en los alrededores— en Valparaíso; los dos policías estatales de San Luis Potosí, secuestrados y colgados de un puente unos días antes, como una declaración de poder del narco ante un Estado inmóvil; las ejecuciones diarias en domicilios privados que han sumado más de una treintena de muertos en solo 15 días, se suman al terror en otro lado del país: Tamaulipas.
En Tamaulipas la situación es también crítica. Hace dos semanas, en una de sus principales ciudades fronterizas, Reynosa, un grupo de criminales de poca monta —pues no se les ha relacionado con los grandes cárteles nacionales— sembró el pánico en sus calles acribillando a cualquiera que se atravesara en su recorrido: así comenzó una cacería de inocentes que ha cimbrado a la ciudad, asesinando a 14 personas, entre ellas albañiles, una familia completa, un enfermero, un estudiante. Unos actos más propios de un grupo terrorista que de lo que tradicionalmente ha caracterizado al crimen organizado. El “se matan entre ellos” siempre ha mostrado fallas, pues la violencia colateral ha sido igual o más letal que la dirigida entre los dos frentes. Pero incluso esos pactos se han roto: la población se volvió la moneda de cambio para hacerse con el control de un territorio.
Miembros de la policía estatal resguardan el área donde se registró una balacera en Reynosa, Tamaulipas, el pasado 28 de junio.MARTÍN JUÁREZ / EFE
Y la narcoviolencia ha continuado cercando a Tamaulipas. Hay un tramo de la carretera que va desde Monterrey (Nuevo León) a Nuevo Laredo (Tamaulipas) que directamente ha sido apodado como “la carretera de la muerte”, pues se han registrado decenas de desapariciones de todo aquel que lo cruza. Se trata de un paso fundamental para ir hacia Estados Unidos, ya sean migrantes o vecinos de la frontera que van a trabajar o de compras a ese país. Además, otras ciudades cercanas a Reynosa han amanecido cada día de estas semanas con ejecutados en las calles y balaceras entre el narco y las autoridades, imágenes que remiten a México a la peor época de la guerra contra el narcotráfico (de 2006 a 2012).
López Obrador, con su eslogan de “abrazos y no balazos”, mantiene desde hace dos semanas unos frentes de guerra que insiste en negar. El presidente busca desmarcarse de sus antecesores en el cargo, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, que emprendieron una guerra contra el narco que no solo no terminó con él, sino que lo aupó hasta darle más poder y la cifra de sangre se disparó. “Una guerra fallida”, acuñó el presidente durante su campaña, que tendría fin en cuanto él pusiera un pie en el Palacio Nacional, en 2018. Los homicidios, que batían récord cada año antes de que tomara la presidencia, no se han reducido. Casi 100 personas son asesinadas cada día. Y el control territorial del narco en algunos municipios resulta evidente. Pese a todo, el presidente insiste en que el país “está en paz”.
“López Obrador estableció una línea de no confrontación directa con el narco, porque esa había sido una constante tanto con Calderón como con Peña. Entonces ordenó vigilar las zonas, pero eludir el conflicto. Y efectivamente, los indicadores muestran un descenso de masacres con la participación del Ejército. Pero el costo ha sido enorme: se han dejado a la merced del crimen una cantidad de territorios. Esto a la larga generará más violencia, porque habrá más competencia”, advierte el experto en seguridad, Eduardo Guerrero.
El gran número de masacres de estas últimas semanas, una decena, ha tenido un factor que los expertos consideran clave: las elecciones del 6 de junio. Habitualmente en México, el monstruo que parece dormido en algunos territorios, gracias a los pactos establecidos con algunas autoridades locales, irrumpe cuando hay un cambio de Gobierno. Tal es el caso de Zacatecas, con un nuevo gobernador electo, David Monreal, hermano del líder del partido del presidente, Morena, en el Senado. Y Tamaulipas, aunque no ha tenido elecciones a gobernador, el actual, Francisco García Cabeza de Vaca (del PAN), se encuentra en la mira de las autoridades federales por presuntos nexos con el narcotráfico y lavado de dinero. “Los criminales aprovechan para hacer más golpes porque la posibilidad de que esto quede impune es muy alta. Muchas veces los grupos ambicionan un espacio, un territorio para vender o guardar droga o extorsionar, pero no lo hacen porque el Gobierno está tras ellos. Pero si lo ven débil, ellos inmediatamente realizan tareas de alto riesgo, como lo que sucedió en Reynosa”, explica Guerrero.
En medio de esta tragedia quedan pueblos en llamas, asediados por los enfrentamientos entre el narco o entre las autoridades y el narco, ciudadanos que viven sometidos a enormes niveles de violencia y que adaptan su forma de vivir a unas condiciones que nada tienen que ver con la naturaleza humana: “Estamos viviendo un trauma colectivo”, apunta la doctora en Psicología e investigadora de la Universidad Autónoma de Tlaxcala, Cecilia López.
“El problema de creer que existen territorios controlados por el narcotráfico es que pensamos que hay ausencia del Estado. Pero eso no es verdad. El Estado nunca es ausente”, advierte el sociólogo francoargentino Romain Le Cour, que lleva 12 años en México y trabaja para la ONG internacional Noria, especializada en violencias en todo el mundo. “El tema es que con él [el Estado] siempre pueden negociar, a través del empleo de más violencia como amenaza o de corrupción. Pero cuando quiere frenarlo, lo hace”, añade.
Hasta el momento, el horror de Zacatecas permanece impune. Sus habitantes amanecen cada día con una noticia más macabra que la anterior. Sobre la identidad de los dos crucificados y los siete torturados no hay una sola pista. Solo la imagen que sacude a una población obligada a naturalizar los actos más crueles y cartulinas con amenazas de que esto es solo el principio. No hay una explicación oficial tampoco de lo que está sucediendo, ni de la red ni de los presuntos cabecillas que están incendiando el Estado.
La ley del más fuerte se ha apoderado de Zacatecas como antes sucediera en Chihuahua, Baja California, Guerrero, Michoacán, Sinaloa, Guanajuato. El saldo final de muertes a nivel nacional puede que concluya con un estancamiento, pues la cifra de 100 asesinatos al día es lo suficientemente alta. Desde la tarima presidencial se celebrará una “contención de la violencia”, como se ha hecho en los últimos meses. Pero los pueblos en llamas, la cacería de inocentes, la exhibición pública del terror con colgados de puentes y ahora dos crucificados, alerta inevitablemente al Gobierno y al país de que más allá de los datos, la pesadilla continúa.
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