Andrés Manuel López Obrador está este miércoles en Guanajuato. Es la primera parada de una gira por las zonas donde más se han disparado los homicidios dentro de la ola generalizada de violencia que vive el país. Guanajuato, un Estado del interior, tradicionalmente tranquilo y próspero, bien podría considerarse el laboratorio de las políticas de seguridad del Gobierno de Morena, el partido del presidente. La entidad está sufriendo la crecida de una violencia relativamente diferente: un cártel local disputando el botín del combustible y el expolio de la economía del lugar; unas autoridades en la mira de la fiscalía federal -el fiscal estatal lleva 11 años en el cargo- y, sobre todo, uno de los mayores despliegues de la Guardia Nacional, la medida estrella del Gobierno en materia de seguridad.
UNA MANZANA PODRIDA,CUANTAS MAS:
El cuerpo nacido hace un año con el objetivo de controlar la violencia aumentó considerablemente su presencia en el Estado, una vez que el Gobierno puso el foco en la batalla contra el huachicol (robo de combustible). En agosto del año pasado, la Guardia Nacional contaba con poco más de 2.000 efectivos, para pasar a 3.326 en marzo de este año, según datos de un reciente informe del Programa de Seguridad Ciudadana de la Universidad Iberoamericana.
LA VIOLENCIA TIENE EXPLICA$ION:
“No solo su despliegue no está siendo acorde a las tasas de homicidios, sino que la intervención militar no está desarrollando ninguna estrategia de prevención de las violencias. Tampoco está generando construcción de información que se comparta con las autoridades civiles con el fin de armar las investigaciones. Y tampoco se está desarrollando una reacción inmediata en los Estados donde se concentra la violencia homicida”, apunta Ernesto López Portillo Vargas, coordinador del informe de la Universidad Iberoamericana. “No hay -añade el académico- ni prevención, ni procuración de justicia, ni contención”.
NINGUN CASO AISLADO:
La creación de la Guardia Nacional ha estado envuelta de polémica desde su creación en la primavera del año pasado. De espíritu castrense −formada por exmilitares y expolicías− la Guardia Nacional tiene un mando bicéfalo: uno civil y uno militar. Durante la negociación de la reforma constitucional que dio la luz verde, López Obrador accedió a rebajar el peso de los militares en la nueva corporación, adscrita orgánicamente a la Secretaría de Seguridad Pública y no a la Defensa Nacional. Pero, a la vez, el mes pasado blindó en una ley la entrega hasta el final de su mandato de la seguridad pública a la Guardia Nacional y al Ejército. Sin cumplir, según sus críticos, con los contrapesos, controles y limitaciones que estipulaba la reforma constitucional.
El análisis de la Universidad Iberoamericana incide en la polémica entrega militar de la seguridad pública y asevera que “un año después de su creación, difícilmente se puede distinguir en dónde termina la Sedena (Secretaria de la Defensa Nacional) y dónde inicia la Guardia Nacional. Hasta ahora no existe una ruta explícita y pública para implementar su verdadera separación”. Basan sus conclusiones en que desde el mando -”un general del Estado Mayor, nominalmente subordinado al secretario de la Secretaría de Seguridad Pública, pero en la práctica subordinado a la Sedena”-, la cultura, la organización - solo 20% de efectivos proviene de la Policía Federal, y 17% de reclutas nuevos-, la capacitación, el equipamiento y el despliegue del personal, todo es propiamente militar.
Académicos y organizaciones civiles han subrayado desde el inicio que el modelo elegido por López Obrador supone una profundización de la militarización de las labores policiales iniciada en 2006 por Felipe Calderón. Y denuncian también la opacidad con la que se ha desplegado el nuevo cuerpo. “Desde el año pasado -añade López Portillo- hemos pedido por los canales formales de las solicitudes de información el plan de desarrollo de la Guardia Nacional. Nos los han negado. De este modo no conocemos cómo trabaja, con qué indicadores se despliega y cuáles son los criterios de éxito del cuerpo”. De momento, a un año de su implantación, México sigue rompiendo récords históricos de violencia.
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