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El país vive un momento difícil en lo económico —el derrumbe de los precios del petróleo, la depreciación del peso frente al dólar, el estancamiento de la economía—, sin embargo, la clase política mantiene un dispendio que se exacerba en estos días últimos del año, con la asignación de bonos extraordinarios, festejos de clase mundial, aguinaldos...
Menospreciando la realidad —la pobreza extrema en que viven millones de mexicanos, la inseguridad que no cesa, la profunda desigualdad entre regiones— funcionarios de todo orden se asignan ingresos excesivos, muchas veces inmorales, y no les basta: se agregan vehículos blindados, seguros de gastos médicos mayores, gastos de representación, bonos con cualquier pretexto, viáticos… al tiempo que los gastos para promover la imagen de los gobernantes, alcanzan niveles inauditos. Los recursos públicos, como botín de unos cuantos.
Pero si estas prácticas irritan a la sociedad, es aún más lamentable que los órganos constitucionalmente autónomos que debían poner el ejemplo de prudencia y austeridad, exhiban una insensibilidad mayúscula. El Inai, por ejemplo, gastó más de 600 mil pesos en una comida de fin de año en uno de los lugares más exclusivos de esta ciudad y, para colmo, sus funcionarios se asignan generosos “bonos por riesgo”.
Nuestra clase política debe entender que la sociedad está harta de la corrupción y que el despilfarro del dinero de los contribuyentes, es una forma de corrupción.
Hace unos días, al recibir Medalla Eduardo Neri al Mérito Cívico, Rodolfo Neri Vela, reprobó la corrupción que ha aumentado escandalosamente, la impunidad que trae consigo violencia y muerte y los excesos de los políticos mexicanos. “Necesitamos impulsar el civismo y los valores nacionales, dijo, requerimos gobernantes con verdadero amor a la patria”.
La dura realidad económica exige que la clase gobernante, toda, sea sensible respecto de la dura situación en la que vive la mayoría de los mexicanos y entienda que no puede seguir dilapidando el dinero de los contribuyentes. Sin embargo, como una evidencia del descaro de los que mandan, apenas el viernes 11 de diciembre, la Comisión Nacional de los Salarios Mínimos, anunció que el salario mínimo ascenderá a 73.04 pesos diarios, un aumento anual del 4.2%, equivalente a 2.94 pesos, lo que constituye una abierta violación al mandato constitucional que señala que el salario mínimo debe ser suficiente para “satisfacer las necesidades normales de un jefe de familia, en el orden material, social y cultural, y para proveer a la educación obligatoria de los hijos” (Artículo 123, apartado A, fracción VI).
El aumento al salario mínimo es una burla que contrasta con los estratosféricos ingresos de la alta burocracia de todas las ramas y niveles de gobierno: ministros, magistrados, secretarios de Estado, gobernadores, legisladores, alcaldes, etcétera.
Las comparaciones son apabullantes: el presidente de la Conasami recibe un salario mensual de 173 mil 436 pesos. Un trabajador con el nuevo salario mínimo cobrará por mes 2 mil 191 pesos; es decir, tardaría más de seis años y medio en alcanzar la remuneración que Basilio González Núñez alcanza en un mes.
El reclamo de Morelos en Los Sentimientos de la Nación, de aumentar el jornal al pobre y moderar la opulencia y la indigencia, sigue vigente, porque lejos de atemperar la distancia entre pobreza y opulencia, la Medición de pobreza 2014 de Coneval nos dice que el porcentaje de pobres y “vulnerables” que sobreviven con ingresos “por debajo de la línea de bienestar” es de 53.2% de la población total (el mismo de hace 23 años).
Lo que está ocurriendo puede tener efectos calamitosos, pero también puede dar lugar a un quiebre que enderece el rumbo, pero esto reclama una buena dosis de responsabilidad, lucidez y patriotismo de la clase gobernante. Es imperativo revisar un sistema político que favorece la acumulación de la riqueza en unas cuantas manos.
Presidente de Grupo Consultor Interdisciplinario.
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