Hubo una vez una guerra, declarada, aceptada como tal, donde los cuarteles militares fueron atacados y los cadáveres arrojados a la carretera.
El general Miguel Ángel Godínez Bravo encabezó la ofensiva institucional y, a su vez, se tragó la orden de “tregua unilateral” que ha permitido que hasta la fecha en Chiapas existan territorios fuera de la Constitución que nos rige.
Godínez murió este domingo de un ataque cardiaco fulminante en Acapulco, donde residía por un problema respiratorio.
Fue, además, jefe del Estado Mayor Presidencial, agregado militar en Italia, director del Instituto de Seguridad de las Fuerzas Armadas, comandante en varias entidades.
Por sobre todas las cosas fue un hombre institucional que enfrentó y confrontó las órdenes que obedeció.
Lo que significa una excepcional capacidad humana de respetar el uniforme y disentir. Que no vamos a encontrar fácilmente en estos tiempos.
Al general Godínez Bravo lo enviaron a la Séptima Región Militar, en Chiapas, a finales del sexenio del presidente Salinas de Gortari, cuando la relación con el obispo Samuel Ruiz estaba profundamente resentida. Parte de sus “encargos” fue, precisamente, recuperarla. Sin embargo, le mataron (los zapatistas) a dos de sus hombres, que estaban rastreando a lo que después sabríamos que era el EZLN, y sus cartas de reproche son un modelo de reclamo jurídico y conmovedor.
Él descubrió la rebelión encabezada por Marcos meses antes, en mayo de 1993, y recibió la orden “política” de no perseguirlos. Una vez declarado el conflicto armado, cuando sus cuarteles fueron atacados, vivió las únicas batallas modernas que ha librado el Ejército, doblegando a los zapatistas en Ocosingo con el general Juan López Ortiz bajo su mando.
Días después de una guerra, de verdad, que puso a los soldados en las calles con sus tanques y sus armas cargadas, de confrontaciones abiertamente bélicas, el Primer Mandatario por razones, otra vez políticas, le ordenó cesar el fuego. Y lo acató. Vaya que le dolió porque tenía cómo ganar la guerra, pero lo acató a pie juntillas.
Meses antes, cuando ya habían dejado de perseguir a los zapatistas, antes de que fuese declarada la guerra, en una reunión privada de los altos mandos militares con Carlos Salinas de Gortari, lo confrontó con especial fuerza y total desacato a los protocolos militares.
Miguel Ángel Godínez fue un hombre tan poderoso en el sexenio de José López Portillo que los gobernadores le temían y el titular de la Sedena le negó el ascenso a divisionario hasta días antes de terminar el sexenio. Fue, en esa medida del poder, el hombre más generoso que pudiese imaginarse. Fue un hombre que supo vivir el poder y supo sobre todo, dejar el poder sin que se llevase a jirones su vida. Un hombre que una y otra vez comenzó de cero, que una y otra vez inventó una historia propia a partir de su uniforme, al que honró siempre.
Cuando este domingo Miguel Ángel chico me llamó para avisarme su muerte, la más grande desolación me cubrió. Mi general Godínez fue mi entrañable amigo desde una mañana en que nos presentaron en Tokio durante una gira presidencial. Mientras jefes de prensa iban y venían en ese Gobierno, el general Godínez entendió y protegió a los reporteros que cubrimos esa fuente.
Estuve con él en todas sus comisiones, igual en Oaxaca que en Roma, estuve festejando su último ascenso, estuve el día que nadie tocó a su puerta, estuve en Toluca, estuve en su casa, y no pude llegar a su velorio.
Nos despedimos hace pocos días sin saberlo. No logré vencer mis estructuras castrenses para obligarlo a vernos, ambos sabedores que en su vanidad militar no quería testigos para un deterioro físico lógico. Debí abrazarlo como tantas veces, debí repetirle lo que siempre supo: Mi lealtad, mi gratitud, mi cariño.
Hoy el mundo está más vacío, más solo, más devastado. La muerte de un hombre bueno, de un militar humano y ejemplar, hace una diferencia.
Sirvan tantas “lágrimas con destino” para recordarlo, para abrazar a los suyos…
Fuente.-
@isabelarvide
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