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Ya caducaban los primeros meses de 2010
cuando Julio Scherer tuvo un encuentro periodístico con uno de los
narcotraficantes más buscados de México y los Estados Unidos. En un lugar no
localizable para el lector –y tampoco para la autoridad- el periodista se reunió
con el capo. No le concedió una entrevista con la formalidad y el rigor
periodístico, pero sí sostuvieron una charla que Julio reprodujo para sus
lectores en la revista Proceso.
De muchas anécdotas, aseveraciones y
análisis sobre el mundo criminal, la vida del capo y la constante huida para no
ser atrapado, Ismael “El Mayo” Zambada le comentó a Julio Scherer: “El problema
del narco envuelve a millones ¿Cómo dominarlos? En cuando a los capos
encerrados, muertos o extraditados, sus reemplazos ya andan por ahí… el narco
está en la sociedad, arraigado, como la corrupción…”.
Es evidente que Zambada lo sabe de cierto,
y que tanto el periodista como muchos mexicanos, lo asumimos, los presumimos y
en ocasiones lo atestiguamos. El narcotráfico opera dentro de una red que
incluye a sociedad y gobierno.
Cuando Enrique Peña Nieto tomó posesión de
la Presidencia de la República en diciembre de 2012, México atravesaba por una
guerra contra el narco que encabezó su antecesor Felipe Calderón Hinojosa. Como
parte de la estrategia para marcar una diferencia entre una administración
federal y otra –a veces, como Gobierno, se parecen- Peña borró todo indicio de
una guerra contra las drogas y se concentró en la retórica del México en Paz.
Pero vaya, ni las condiciones estaban dadas, ni las policías depuradas, ni los
narcotraficantes se habían “comprometido” para abandonar su propia guerra y así
armonizar con la política discursiva de Enrique Peña Nieto.
Lo cierto es que el País se ha puesto
peor. Los hechos de violencia han salido de los límites de las poblaciones que
conviven con la criminalidad, para asentarse en el centro, el pacífico y el sur
de México, dejando el norte para la reorganización de los cárteles que fueron
fustigados en el pasado, tambaleados, pero no desmantelados.
La política pública de Peña contra las
drogas no la conocen ni Gobernadores, ni ciudadanos, ni autoridades ni policías
y los capos se aprovechan de su nula acción para seguir creciendo sus bandas a
células, sus células a cárteles, frente a una autoridad que poco o nada hace
porque así lo manda el presidente.
La estrategia de detener a las cabezas de
las estructuras del crimen organizado y el narcotráfico se ha centrado
exclusivamente en aquellas organizaciones delictivas que son de interés de los
Estados Unidos que sean neutralizadas. De 80 grupos criminales que declaró el
Procurador de inicio de sexenio de Enrique Peña, Jesús Murillo Karam, el
Gobierno Federal se concentra en el cártel de Sinaloa, Los Zetas, el cártel del
Golfo, los Rojos, Guerreros Unidos –estos más por el caso Ayotzinapa que por
investigaciones de narcotráfico y crimen organizado-, al resto de las
organizaciones el Gobierno Federal y los Gobiernos de los Estados, los
minimizan a menos que cometan una “atrocidad” o un crimen de alto impacto.
En efecto, tanto Generales como
Procuradores, Alcaldes y Gobernadores, ya no suelen hablar de las
organizaciones criminales que en todo México existen y delinquen, por presiones
de la Presidencia de la República –desde la época de Calderón hasta la
actualidad- y la uniformidad del mensaje de “paz y seguridad” que está alejado
de la realidad que vivimos los mexicanos. 57 mil 410 personas ejecutadas en 32
meses de Gobierno de Enrique Peña Nieto.
De tanto minimizarlas, a muchas células
criminales se les ha dado tiempo e impunidad –al no perseguirlos- de
reorganizarse. Ejemplo de ello es el cártel Arellano Félix.
Uno de las estructuras criminales más
longevas del País, los hermanos Arellano salieron en los ochenta del cártel de
Miguel Ángel Félix Gallardo para “adueñarse” de la frontera noroeste de México
con sede criminal en Tijuana, Baja California. En esta tierra compraron
policías de los tres órdenes de Gobierno, hicieron negocios para el lavado de
dinero, compraron restaurantes y se adueñaron de cuanto lugar público les
gustaba.
La
suya era la Ley de la plata o plomo tan de moda en los ochenta cuando el
narcotráfico en Latinoamérica tomó a los gobiernos impreparados, corruptos e ineficientes, para alzarse
como el fenómeno criminal que más daño ha hecho a la sociedad en los últimos 30
años. Asesinaron a miles de personas, trasegaron toneladas de droga y generaron
millones de dólares del ilícito negocio; los Arellano estaban acostumbrados a
pagar un millón de dólares al mes para comprar impunidad a través del pago a
Policías y otras autoridades.
Los Gobiernos de Zedillo, Fox y Calderón
creyeron haber desmantelado al cártel Arellano Félix. En los noventa con la
detención de Francisco Rafael Arellano Félix, en los dos mil con la muerte de
Ramón Arellano, la aprehensión de Benjamín Arellano, de Francisco Javier
Arellano Félix, de Eduardo Arellano Félix y el asesinato de Francisco Rafael
Arellano Félix, hasta la 2014 a la detención del sucesor del cártel, Eduardo
Sánchez Arellano “El Ingeniero”.
Quienes durante más de 20 años
criminalizaron la zona se habían acabado. El CAF había sido desmantelado, según
dijeron las autoridades de Estados Unidos y México. Entonces presumieron y se
dedicaron a otras “investigaciones”.
Pero mientras nadie los perseguía, los
Arellano se han rearmado. Sus sicarios y lugartenientes fueron ganando amparos
y saliendo de prisión. De ser hombres peligrosos de alta criminalidad, hoy día
residen en zonas pudientes de Tijuana, conviven lo mismo con Policías que con
integrantes catalogados de “alta sociedad” y hasta del Hipódromo del ex reo
Jorge Hank Rhon. Como dijo Zambada, están enquistados en la comunidad
bajacaliforniana.
Hace unos días el Secretario de Seguridad
Pública de Baja California, Daniel de la Rosa, nos dijo a Semanario ZETA lo que
ni la PGR, ni las autoridades de la Unión Americana han querido aceptar: uno
hijo de Ramón Arellano está reestructurando el cártel que, se sabe, no ha
estado desmantelado, acaso minimizado pero activo con el resto de los hermanos,
particularmente la intocable Enedina Arellano Félix, señalada de encabezar en
los noventa y dos mil, la estructura de lavado de dinero, pero nunca
perseguida.
Los hijos de los Arellano no son los
únicos identificados en el ilícito negocio. Ahí están los vástagos de “El
Chapo”, los de “El Mayo”, los de Nacho Coronel y los de Dámaso López, los familiares
de Carrillo y de Cárdenas, los Beltrán y los Reynoso.
Ante
la falta de una estrategia integral de combate al crimen organizado y al
narcotráfico, al Gobierno de Enrique Peña Nieto le están creciendo los
narcotraficantes de los cárteles del pasado. Los que ya habían “desmantelado”
pero evidentemente no cortado de raíz como debe hacerse con la mala hierba.
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