sábado, 28 de agosto de 2021

LA "FABULA MEXICANA del ESTADO SIN POLICIAS y el ABANDONO CASI TOTAL del GOBIERNO a las POLICIAS"...todo un galimatias.


Fue, y sigue siendo, el Estado, sólo que ya es otro Estado. ¡Fue el Estado! Es el grito acusatorio que surgió de la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. La acusación es precisa porque sin duda “el Estado” fue el responsable tanto de las desapariciones y asesinatos de Iguala como de los procedimientos sinuosos de “la justicia” que todavía continúan. El gobierno y la policía municipal de Iguala estaban en manos de Guerreros Unidos, y José Luis Abarca, su presidente municipal, era esposo de María de los Ángeles Pineda, cuyo padre y hermanos eran narcotraficantes buscados por la ley y figuraban en la lista de la PGR de los hombres más peligrosos y buscados de México. De modo que “el Estado” fue directamente responsable de las desapariciones y asesinatos del día.

Hubo, además, otras instituciones implicadas en el crimen. A cambio de ganar elecciones, la jerarquía del PRD se hizo de la vista gorda respecto del nexo conocido entre su candidato al gobierno de Iguala y el crimen organizado. De modo que un crimen orquestado por un gobierno municipal tuvo también como condición de posibilidad la connivencia de un partido político nacional. Por su parte, el Ejército también mantuvo una relación cordial con el gobierno de Iguala pese a los lazos conocidos de la esposa de Abarca con la organización Beltrán Leyva, y una cadena de desapariciones y asesinatos que llevaban años sucediendo impunemente. A todo esto hay que agregar la incapacidad de la fiscalía de llevar adelante un proceso forense que resultara del todo convincente.

De modo que, sí, fue el Estado. Pero aunque la sentencia sea cierta, el refrán es también útil para esconder las implicaciones políticas del acontecimiento. ¿Acaso entendemos la relación que guarda un gobierno municipal manejado por el narco, con el gobierno estatal, el gobierno federal y los partidos políticos? Aunque sea cierto, a la letra, que “fue el Estado”, el grito malencubre un deseo, que se expresa aquí como una afirmación: el Estado mexicano está regido de arriba abajo desde el Poder Ejecutivo, que encarna la soberanía nacional. El caso de Iguala resulta perturbador porque sugiere lo contrario: fue un crimen de un gobierno municipal que estaba capturado por una organización criminal privada, y el gobierno federal, representado tanto por el Ejército como por la PGR, se reveló incapaz de prevenir el crimen y de hacer justicia. El Estado criminal pareciera ser también un Estado desvertebrado, cuyas partes no se someten disciplinadamente a una cadena de mando.

Exploro aquí los orígenes de este nuevo Estado desvertebrado, a través de un análisis del funcionamiento de la policía de antes —es decir, de la policía que se intentó reformar obsesivamente durante varios sexenios, desde mediados de 1990, hasta que el gobierno aventó la toalla y optó por recaer exclusivamente en la militarización como su estrategia ante la inseguridad. Busco explicar cuándo y por qué el Estado mexicano comenzó a desconocer los mecanismos de justicia y policía sobre los que se había construido el orden durante la era del “desarrollo estabilizador”. 

El Estado extrañado consigo mismo. Todos sabemos que el Estado no es ni un individuo ni tiene los sentimientos de una persona que pueda extrañarse ni de sí misma ni de ninguna otra cosa. Por otra parte, desde el punto de vista institucional el Estado tampoco ha sido nunca una estructura unitaria. Entonces, ¿a qué me refiero cuando digo que estamos ante un Estado que se desconoce a sí mismo?

En un ensayo ya clásico, Philip Abrams busca reconciliar la perspectiva de Ralph Miliband, quien reconocía al Estado no como un sujeto sino como un ramillete de instituciones y funciones que no necesariamente están coordinadas entre sí, con el punto de vista de Nicos Poulantzas, que veía al Estado como una máscara, es decir, como una especie de sujeto espectral —una falsa “persona” en el sentido clásico de Marcel Mauss— o, mejor, como una metapersona, al decir de David Graeber y Marshall Sahlins, que se presenta ante todo como una figura soberana:1 como un orden que tiene los atributos de autonomía que asociamos con el individuo. El Estado como máscara se presenta como un orden soberano e indivisible, y adquiere por eso los atributos de una persona, con voluntad, órganos sensibles, etcétera.
En el caso mexicano, el Estado como máscara se expresa ante todo en los hechos y dichos del presidente de la República, cuyo papel de fetiche o máscara del Estado es bien conocido. En su ensayo sobre este tema Juan Espíndola explica cómo el mito del poder omnímodo del presidente mexicano poseyó incluso a los académicos y periodistas cuyo trabajo debió ser el análisis del sistema político:

Sólo la presidencia quedaba bajo los lentes de las indagaciones académica y periodísticas porque su huella se adivinaba omnipresente en el proceso político mexicano, porque sus decisiones, pensaban algunos, trazaban los derroteros que habría de seguir la vida política en México.2

El poder de persuasión de este mito abreva no sólo en la actitud de funcionarios y empleados públicos, que de manera rutinaria se han justificado haciendo eco de los sentimientos presidenciales, sino en el emplazamiento del Estado en el espacio público donde se acostumbra colgar una fotografía del presidente en cada oficina de gobierno, como indicando que la autoridad de cada institución mana del Ejecutivo. En otras palabras: el Estado es al mismo tiempo un conjunto abrumador de instituciones y una figura que encarna la soberanía de un pueblo, y que por lo tanto asume las cualidades de un sujeto sensible, capaz de planear, actuar y reaccionar.

Por esto, cuando hablo del Estado extrañándose de sí mismo me refiero a dos tipos de casos: uno en que el Estado-máscara, es decir, el Estado soberano, que viene siempre personificado, se extraña y se distancia de las operaciones que hasta entonces habían sido normales para alguna de las instituciones estatales; y otro que se da cuando hay una imposibilidad de coordinación entre algunas instituciones de gobierno. Aquí nos van a interesar casos en que el soberano desconoce y busca alejarse del funcionamiento de una institución —las policías—, tanto como otros casos en que las instituciones quedan encontradas unas con otras, sin capacidad confiable de coordinación.

Usaré el término “extrañamiento” en tres sentidos, dos de los cuales quedan comprendidos en el vocablo francés de méconnaissance, que tiene la virtud de combinar en una sola palabra la ignorancia y la incomprensión. El tercer sentido de “extrañamiento” proviene del concepto freudiano de unheimlich, usualmente traducido al español como “lo siniestro” (en inglés uncanny), y que refiere a momentos en que lo ordinario se percibe como algo raro y extraño, asustador. Para Lacan, esta sensación surge en contextos donde no sabemos distinguir lo bueno de lo malo, o el placer del desagrado.

Busco aquí comprender el extrañamiento del Estado ante sus propias instituciones de policía y justicia, concentrándome en la policía preventiva y particularmente en las policías municipales, las más visibles e históricamente el blanco de las acusaciones más cotidianas de corrupción, indolencia e incompetencia. Las procuradurías, sus peritos y sus policías judiciales son siempre menos visibles salvo para la pobre gente que cae en sus manos, por lo que son también objeto de mucho temor, debido a lo cual el tipo de momento en que aparecen como problemáticos suele ser menos frecuente, y al extrañamiento usualmente lo precipita algún evento en que queda de manifiesto su incompetencia o mala fe.

Lo que se ha llamado “transición neoliberal” dio pie de una manera involuntaria a la formación de un nuevo tipo de Estado, del que no se han sabido o querido reconocer sus principios operativos —que no queremos reconocer hasta hoy—, y que se caracteriza por el abandono de la administración de la justicia y de la policía, hermanada a la consolidación de la soberanía, manifiesta no sólo en la concentración de poderes en la Presidencia de la República, sino en la importancia sin precedentes de las Fuerzas Armadas. Si el lema del Estado porfiriano fue: “Mucha administración, poca política”, el del Estado actual podría ser: “Mucha soberanía, poca justicia”.

 

Inicio del extrañamiento. ¿Cuándo empieza el distanciamiento del Estado respecto de su aparato de policía? La literatura confirma que el tema era patente a mediados de los 1990, cuando se introdujeron importantes iniciativas para reformar las policías.3 Ya para entonces la lucha por la reforma de policías municipales era un tema común a todos los partidos políticos y en muchos casos fue bandera tanto del presidente como de los partidos de la oposición —del PAN en el norte del país, por ejemplo. La reforma policial se volvió un tema recurrente en las contiendas electorales a nivel local y, como ningún partido político quería defender a la policía, el país se lanzó en grande a las reformas.

A su entrada al gobierno Ernesto Zedillo mandó hacer un estudio-diagnóstico de las policías del país y se encontró con que la inversión pública en policías era bajísima (0.008 % del PIB) y que el 56 % de los policías preventivos —que son la mayoría de los policías del país— tenían, si acaso, un certificado de primaria.4 Así, las reformas policiales comienzan con un gran aumento del presupuesto de seguridad, que para 2009 alcanzaba ya el 1.7 del PIB.

Esos dineros se destinaron a mejorar las condiciones laborales de los policías —aumentos salariales, nuevas prestaciones, programas de jubilación digna, programas de vivienda—; a inversiones en entrenamiento, armamento, equipamiento, y a la creación de una carrera policial profesionalizada. Ambas vetas —la mejora de condiciones laborales y la inversión en formación y equipamiento— tenían por objeto eliminar la dependencia económica de la policía en la corrupción, hacerla más eficaz y competente, y “dignificar” a los policías, es decir: elevar su estatus social para desde ahí estrechar la relación de colaboración entre la policía y la ciudadanía.

Ahora bien, para que haya habido un consenso reformista amplio y para que el gobierno estuviera dispuesto a hacer inversiones tan caras, el sentimiento de insatisfacción con la policía debió existir con anterioridad. Porque el gobierno no enfrentaba un grado moderado de instasfacción ciudadana —como la que pueda existir en México respecto de su mediocre sistema educativo, por ejemplo—, sino de un repudio franco y generalizado.

Rastreando los pasos de este repudio nos encontramos con que hubo dos hechos que desencadenaron el distanciamiento del Estado mexicano respecto del funcionamiento de su sistema de policía. El primero fue el escándalo en torno del caso del jefe de policía de Ciudad de México Arturo el Negro Durazo, a partir de la aparición del libro Lo negro del Negro Durazo, que se publicó en 1983, meses después del desplome del modelo desarrollista del presidente José López Portillo (1976-1982). El segundo factor fue creciendo como respuesta a una serie escalonada y cada vez más severa de olas de crimen que asolaron a Ciudad de México y a algunas otras ciudades, y que tuvieron sus picos en los años 1984-5, 1987, 1993 y 1995.

Estos dos puntos de arranque sugieren dinámicas diferentes que dieron motivo al distanciamiento del Estado respecto al modus operandi de sus policías. El primer punto de arranque —el escándalo provocado por la publicación de Lo negro del Negro Durazo (libro que dio pie a la producción de cómics, películas y a un sinfín de comentarios)— sugiere una estrategia ligada a un cambio de régimen. El gobierno de Miguel de la Madrid arrancó en enero de 1983 cargando con la peor crisis económica que hubiera vivido el país en generaciones, que dio pie a un cambio de modelo económico, pasando de un esquema de sustitución de importaciones a otro neoliberal. En una crisis así de profunda, la imagen de una policía totalmente corrompida se convirtió en un emblema del despilfarro, la injusticia y el desorden del régimen anterior, que llevó al naufragio de la economía y al duro asueto recetado por el nuevo gobierno, al tiempo que legitimaba al nuevo presidente, cuyo lema de campaña había sido: “La renovación moral de la sociedad”.

La Policía Preventiva —ésa que todos vemos a diario en uniforme y cuya incompetencia y corrupción están también a la vista de todos— fue develada como una institución que minaba los valores más nobles de la sociedad: prostituía y violaba mujeres, se inmiscuía en los mundos ocultos de homosexualidad de las élites, chantajeaba, extorsionaba, asesinaba y robaba tanto que hasta los criminales terminaron por sublevarse. Así, José González González, el autor del libro que inició el género de denuncias a las fechorías del Negro Durazo, se presenta en las primeras páginas de su libro como un “gatillero profesional” que tenía más de cincuenta asesinatos a su cargo, ordenados todos por expresidentes, secretarios de Estado y demás pero que, sin embargo, decide:

[…] exponerme por un ideal, el de sincerarme con la opinión pública de mi patria, en estos momentos en que México resiente el despiadado y antipatriótico saqueo por parte de políticos prepotentes, abusivos y despilfarradores. También los gatilleros amamos a México a nuestra manera.5

Así, el gobierno que se distanciaba y extrañaba de la policía en principio quería marcar una diferencia entre el derroche y la corrupción lopezportillista y el de la austeridad moral de De la Madrid o, en un plano más profundo, entre un Estado petrolero, corporativo y proteccionista, y otro austero, moral y neoliberal. El extrañamiento desde el Estado hacia la policía era, en este aspecto, parte de un movimiento político para el cual la policía haría de protagonista estelar.

La otra causa del distanciamiento del Estado respecto del funcionamiento de sus policías fueron las olas de crimen que asolaron a Ciudad de México y a algunas otras ciudades en los años ochenta y, sobre todo, en los noventa, y que despertaron una enorme inquietud y marcaron también los inicios de algo así como una “revolución industrial” del crimen mexicano.

Desafortunadamente, no existe un estudio pormenorizado de las olas de crimen en Ciudad de México durante los años 80 y 90, pero sí hay elementos para anotar algunos rasgos generales. Primero, estas olas de crimen del orden común marcaron el final de un largo periodo en que el crimen en la ciudad fue un factor estable. Ana Laura Magaloni muestra cómo los casos de crímenes reportados en Ciudad de México por cada 100 000 habitantes habían disminuido sensiblemente entre 1940 y 1960, y se habían mantenido estables —e incluso en un ligero descenso— entre 1960 y 1980, y que los crímenes aumentaron de manera escalonada a partir de 1983, con una oleada pavorosa a mediados de los 1990.6 Así, en pocos años Ciudad de México pasó de ser vista como un lugar bastante seguro a uno radicalmente inseguro.7

Los crímenes de los años 80 y 90 se caracterizaron también por sus despliegues de violencia. Aunque carecemos de datos cuantitativos al respecto, la prensa de la época muestra la indignación colectiva ante los amagos con los que ahora se sometía a las víctimas, que eran aterrorizadas a golpes o con derroche de violencia verbal, amenazadas casi siempre con armas de fuego o a veces asesinadas. Esta clase de asalto había sido excepcional hasta entonces. Así, por ejemplo, el documental Los ladrones viejos de Everardo González (2007) presenta entrevistas con carteristas y “zorreros” (ladrones de casa-habitación) realizadas desde la cárcel de Santa Martha Acatitla. Todos esos ladrones habían operado en la Ciudad de México de los años 50, 60 y 70, y escucharlos en la cinta provocaba una genuina nostalgia por los atracos de entonces, realizados por artesanos del robo, que no acostumbraban amagar a sus víctimas y cuyo arte consistía en pasar desapercibidos gracias su habilidad y astucia. Las oleadas de crimen de los años 80 y 90 eran realmente otra cosa.

Sin embargo, todavía no entendemos sus causas. No sabemos si haya en ellas un trasfondo tecnológico— la proliferación de armas de fuego y automóviles y motocicletas, o si haya influido el invento de la telefonía celular, por ejemplo— ni cuánto haya pesado la profundidad de la crisis económica, ni si la propia reacción gubernamental ante las policías de la era previa, luego del escándalo de Durazo, haya roto los acuerdos entre la policía y el hampa y haya apartado a la policía de las prácticas que anteriormente se usaban para regular el volumen y la violencia de los crímenes.

Sí sabemos, en cambio, que la sociedad mexicana pasó a resentir ampliamente eso que se llamó “inseguridad”. La dificultad del gobierno para responder exitosamente a su demanda ahondó el extrañamiento del Estado con sus policías y poco a poco el gobierno pasó de una política de distanciamiento deliberado con el viejo sistema policial a la frustración ante sus fracasos en materia de seguridad. Las reformas de los años 90 exhibieron la falta de comprensión que tenía el propio Estado —representado por sus poderes Ejecutivo y Legislativo— respecto del funcionamiento de las policías. Por eso generaron extrañamiento desde el Estado respecto de sí mismo.

 

Las labores de las policías. Uno de los problemas del movimiento reformador ha sido su tendencia a ignorar las funciones ordenadoras de la policía. La insatisfacción, el repudio y aun el asco con las policías, todos ampliamente justificados, llevaron a que los reformistas voltearan a ver los abusos y la ineficacia de las policías antes que a entender su papel en la construcción de un orden social. La proliferación de malhechores en los cuerpos policiales, su falta de formación y bajísimo nivel educativo, la corrupción endémica de las corporaciones, su ínfima capacidad de investigación forense, la falta de liderazgo que caracteriza a muchos de ellos y sus atropellos cotidianos a los derechos humanos dominaron la atención, y las reformas se volcaron a intentar dirimir estos y otros horrores. Por ejemplo, se hizo gran esfuerzo en mejorar las condiciones laborales de la policía con la teoría de que la corrupción era producto de los bajos sueldos; también se abrieron nuevas academias de policía, se pusieron más requisitos educativos para el ingreso a las corporaciones, se mejoró el equipamiento y armamento de los policías y se introdujeron los derechos humanos como una dimensión indispensable del trabajo policial. Todo ello muy correcto y muy loable, pero se puso menos atención en entender la relación entre el abuso policial y el papel de las policías como instrumento de regulación económica y social. Pongo algunos ejemplos para que se entienda a qué me refiero.

Cuando la policía atrapaba a un ladrón era práctica común golpear al sujeto, quitarle sus pertenencias (a veces hasta sus zapatos) y que los policías se quedaran no sólo con los efectos personales del ladrón sino también con su botín. Para el reformador, había en esa conocida rutina dos rasgos cruciales: el que la policía castigara directamente al sospechoso (lo que implicaba que la policía la hacía además de juez e instrumento penal) y que la policía se quedara con el botín en lugar de regresarlo a su legítimo dueño. Ambos rasgos ocuparon a los reformadores, que en cambio solían fijarse menos en la naturaleza del sistema de regulación del crimen que iba de suyo en esta práctica. La policía mexicana era prácticamente nula cuando se trataba de hacerle justicia a la víctima de un robo (a menos que la víctima fuera influyente, claro), y tampoco servía para reducir los montos de cualquier robo (ya que la policía se quedaría con el botín, preferiría que el ladrón hubiera robado bastante), pero las prácticas policiales sí tenían algún efecto de inhibición del acto mismo de robar: su papel de “ladrón que roba a ladrón” les daba un aliciente material para atrapar ladrones. 

Los reformadores se empeñaron en tratar de impedir la corrupción de los oficiales —subiéndoles el sueldo, aumentando su profesionalismo, etcétera—, pero al quitarles su método de funcionamiento, que podía consistir en golpear al ladrón y robarle hasta los zapatos, los reformadores desatendían también los magros pero reales efectos reguladores que podía tener este procedimiento tan rudimentario y descuidaban así uno de los factores que inhibía a los ladrones: el miedo a ser robados y golpeados por la policía. Así, los reformadores veían la “podredumbre” de la institución policial con claridad, pero no los complejos efectos producidos con su injusto sistema.

Un segundo ejemplo tuvo consecuencias mayores. Los reformadores de las policías se preocupaban, justificadamente, por una subcultura de complicidad y secreto que imperaba en los cuerpos policiales. Una de las primeras lecciones que aprendían los cadetes, y luego los policías principiantes, es que “no se chivatea [no se delata] sobre lo que se habla y se escucha; no hay nombres ni características de compañeros ni comandantes”.8 Para poder reformar las policías, sería indispensable que hubiera policías honestos que acusaran a sus colegas corruptos, así como también sería necesario despedir corruptos o ineptos, corregir los procesos de selección y entrenamiento en las academias y meter nuevos mandos profesionales y honestos. El silencio y la complicidad entre policías, su espíritu mafioso, por decirlo así, ha sido siempre uno de los mayores estorbos para los reformistas, y está en la base de un sinfín de abusos. Pero, de nuevo, los reformadores no se dedicaron a mirar en detalle todo lo que resultaba de esa práctica, porque el hecho de que las policías hayan funcionado como mafias les daba también cierta fortaleza respecto de organizaciones criminales, y en el momento en que comenzó a dividirse la corporación entre “honrados” y “corruptos” se debilitaron las policías como corporaciones. Para entender mejor este asunto, sirven algunas consideraciones sobre el papel de las policías en la regulación de la economía informal.

 

La policía y la regulación de la informalidad. Los relativamente pocos estudios etnográficos sobre las policías en México sugieren que, al menos antes de las reformas, las corporaciones policiales operaban como corporaciones y sus reclutas tenían características que los hacían estar dispuestos a funcionar como un cuerpo cuasicriminal. Había un cierto número de policías que tenía relación previa con criminales antes de ingresar a la policía —cosa que podía resultar útil para que la policía negociara con ellos—, altos porcentajes de reclutas que no tenían suficiente educación para colocarse más arriba de la miseria en el mercado laboral, y proporciones importantes de personas violentas, frecuentemente con serios problemas psicológicos.

En un estudio de campo de una policía municipal publicado en 1998, los sociólogos Nelson Arteaga y Adrián López describen el ingreso a una academia policial y hacen notar, primero, que aun desde el momento de inscripción los aspirantes no llegaban como individuos solitarios, sino en pequeños grupos de conocidos que provenían usualmente de los mismos barrios. Así, la mayoría de los aspirantes “se integra en grupos, las conversaciones fluyen, se habla con confianza, se fuma del mismo cigarro, se toma del mismo refresco”.9

La corporación está compuesta por pequeñas redes de parientes o vecinos. Además, la decisión de ser aspirante a policía se da tras un proceso informal de reclutamiento entre conocidos, al grado que, explican nuestros autores, “el que un individuo ingrese a la Policía Municipal depende de las relaciones previas que haya establecido con personas que son policías en servicio”. O sea que con frecuencia existe una relación previa entre los aspirantes y los policías ya formados. Por otra parte, la ubicuidad de la corrupción en el proceso de selección y “formación” en las academias de policía era también factor de cohesión, porque todos los aspirantes sabían de antemano, justamente por las historias de quienes los animaron a ingresar a la academia, que el proceso de selección implicaría un gasto importante que se recuperaría una vez que el aspirante se hubiera convertido en policía. En otras palabras, los sobornos constantes que hacen los aspirantes en su formación en la academia policial son también un rito de paso a una economía gobernada por el soborno. La corrupción se convierte desde el inicio en un elemento de cohesión. Existe un orden corrupto al que se aspira a ingresar y que tiene en su interior, como todo orden, una jerarquía y una serie de prácticas y preceptos aceptados.

El caso descrito por Arteaga y López —cuya posible representatividad discutiré en un momento— ofrece otro par de detalles reveladores. Los tres exámenes principales que se les hace a los aspirantes a la policía —el psicológico, el académico y el de condición física— se aprueban pagando dinero. Todos los aspirantes lo saben desde antes de inscribirse, pero hay otro aspecto interesante que es la arbitrariedad y —en muchos casos— la falta de relevancia del contenido de estos exámenes. Los exámenes psicológicos son completamente impenetrables, al parecer incluso para el personal que los aplica; personal que por cierto y con frecuencia tampoco está calificado para interpretarlos. Así, en su estudio de una academia policial en Guadalajara en los años 90 —una academia policial un poco menos podrida que la descrita por Arteaga y López—, la antropóloga María Eugenia Suárez de Garay cita la opinión del psicólogo encargado de administrar esas pruebas:

Yo veo que los exámenes médicos psicológicos se hacen para marcianos. Como que no encuadran todavía al mexicano clásico. Los mexicanos somos totalmente diferentes a cualquier raza. El mexicano es muy especial. Yo pondría muy en duda el examen psicobiológico, el examen de la cabeza.10

La opinión que tenían quienes tomaban estos exámenes no era mucho mejor:

Nos hacen un examen psicológico cuando ingresas, pero es un examen tan pobre. Yo no soy psicólogo, pero es un examen que tú dices: “Realmente con esto no puedes saber si un policía va a poder soportar las presiones o no tiene algún trauma o no tiene alguna desviación”.11

Los exámenes físicos, que en principio tendrían una utilidad práctica evidente, con frecuencia se aplican de manera arbitraria. Los aspirantes descritos por Arteaga y López tenían que pasar la prueba de correr un montón de kilómetros sin entrenamiento previo; y la mayoría terminaba pidiendo aventón o tomando un pesero para cubrirlos. No había un programa rutinario de entrenamiento físico de modo que, aunque se reconocía que la condición importaba, tampoco interesaba lo suficiente como para que se invirtiera en un programa serio para procurarla.

Pero los exámenes más reveladores son los de contenido, al ser un espejo de la relación de la policía con las leyes que le toca vigilar. Antes de las reformas —y seguramente hoy también, pero aquí no me ocupo de eso—, los policías mexicanos vivían de las infracciones a la ley. Su misión no era luchar por que se viviera en el espíritu de la ley sino lucrar de cualquier infracción. Por eso las policías mexicanas son afectas a los reglamentos inútiles y, si son además abstrusos, tanto mejor: mientras más ilógica o difícil de interpretar sea una ley más dinero habrá en infracciones. Los policías son instrumentos de la ley no porque sean “servidores públicos” —es decir, empleados pagados por y para la ciudadanía— sino porque son gavillas de vigilantes que tienen permiso de ganarse la vida lucrando de cualquier infracción. Para la policía la ley no está para ser ni lógica ni justa ni comprendida; la ley simplememente es. Desde este punto de vista, los exámenes de contenido para aspirantes resultan ser una buena lección.

Arteaga y López enumeran las preguntas del examen. Algunas de ellas comunican una estructura de autoridad (¿Qué día es el informe presidencial? ¿Qué significan las siglas del PRI? ¿Cuáles son los tres símbolos patrios?), otras son tan ambiguas que sirven para recalcar que sólo el maestro tiene la respuesta correcta (¿Qué es un policía? ¿Qué es un reglamento?). Por último había otras, de contenido general, absolutamente arbitrarias (¿En qué viaje Colón descubrió América? ¿Cuál es la capital de Singapur? ¿Cuándo se instaló la primera imprenta en México? ¿El proceso de extracción de la plata implantado por los españoles en el periodo de la Conquista consta de…?). El examen transmite una estructura de autoridad y la arbitrariedad e irrelevancia de los contenidos mismos de la ley. Una vez reconocido esto, podía pasarse el examen pagando una cuota, como todos los demás.

Un segundo detalle revelador de la descripción de Arteaga y López es que, una vez que terminaron su cursillo, cuando estaban esperando sus resultados, los aspirantes acudieron a la parte trasera de la academia para fumarse un churrito. Arteaga y López comentan que “el consumo y distribución de la hierba [marihuana] a lo largo del curso ha permitido que en poco rato los pequeños grupos comiencen a fusionarse en grupos más grandes, reunidos en un círculo donde el cigarro circula de derecha a izquierda…”.

El que hayan inventado un ritual para unirse como policías de una misma generación no tiene nada de especial, pero no deja de ser interesante que en lugar de alcohol hayan optado por usar mariguana como la sustancia de comunión. Es decir: la “hostia” con que comulgan los policías es una sustancia ilegal. No es un hecho trivial. La marihuana que tanto une a los cadetes tiene una potencia simbólica porque los policías tienen la prerrogativa de fumarla sin mayor riesgo y porque es un ejemplo de la clase de sustancia que les ganará la vida, justamente porque es ilegal. Como la policía cumple su función regulatoria de la ley lucrando con las infracciones, el policía vive, igual que el criminal, de la ilegalidad. Se puede decir con exactitud que ambos gozan de los frutos de la ilegalidad. Las infracciones a la ley son el lujo del policía. Una “buena esquina” es una esquina donde hay muchas infracciones, no donde hay pocas; un barrio lucrativo es un barrio donde hay mucho comercio informal, donde hay bares sin licencia para venta de alcohol, donde hay prostitución en la calle… La materia misma de la ilegalidad termina perteneciéndoles a los policías: son ellos quienes se quedarán con las prendas robadas que le hayan expropiado al ladrón, son ellos quienes pueden exigir sexo gratuito a las prostitutas que no pagan protección y son ellos quienes consumirán y venderán las drogas que les quiten a los drogadictos. El hecho de que el ritual de unión por los aspirantes sea fumar marihuana concuerda perfectamente con lo que han aprendido en la academia.

Cabe preguntar si estas conclusiones son o no generales. Una de las características de las policías municipales mexicanas —que fue desde el principio un dolor de cabeza para todo esfuerzo reformista— era precisamente su gran diversidad de número. Había, a mediados de los años 90, más de 1600 policías.12 El trabajo de cada una de ellas tenía que ser negociado localmente, por lo cual resulta evidente que una caracterización única no podrá nunca ajustarse a cada caso. No será lo mismo la policía de un municipio rural, con tres oficiales en la nómina, que una policía citadina con 200, 500 o miles de miembros. Una policía municipal con tres policías no puede funcionar como una “gavilla” del tipo descrito por Arteaga y López, porque allí el policía debe negociar cualquier infracción en condiciones de inferioridad numérica, en una situación de dependencia y articulación social profunda con el pueblo que patrulla. En términos generales, me parece útil distinguir entre policías sometidas en un alto grado a sus comunidades —y que son, invariablemente, pequeñas— y policías medianas y grandes que pueden operar con mayor autonomía. Por otra parte, en el interior de las ciudades tampoco es lo mismo trabajar en un barrio conflictivo, con mucho comercio formal e informal, que patrullar una pacífica zona residencial.

Es posible que esta diversidad interna explique algunas diferencias o matices existentes en los distintos estudios de caso. En la academia de Guadalajara estudiada a mediados de los años 90, Suárez de Garay encontró que:

[Los policías] muchos aprecian lo que han aprendido en la academia —suena quizá como el ambiente de formación más real que han vivido, en su mayoría—, y muchos expresan sentimientos nobles respecto de lo que es la policía y a lo que aspiran, aun cuando están conscientes de lo de la corrupción, etc.13

Esto contrasta con el cinismo endurecido descrito por Arteaga y López, que no nombran el municipio que estudiaron por consideraciones de protección a sus informantes, pero el sentimiento tampoco dice bien lo que realmente harán estos nobles cadetes, ya que ellos mismos reconocen que el entrenamiento de la academia —que fue, finalmente, mejor que lo que aprendieron en la primaria, o posiblemente incluso en la secundaria— no sólo es muy insuficiente, y con frecuencia inadecuado, sino que es una enseñanza “teórica”. El consenso entre los entrevistados por la antropóloga parecía ser algo así como que “el mejor maestro es la calle”. ¿Maestro de qué? Es lo que no se sabe del todo.

Por otra parte, a pesar de las diferencias significativas entre diversas prácticas policiales, que han de aprenderse, todas ellas, “en la calle” —y que se relacionan con el tamaño de las policías municipales y su grado y forma de imbricación en sus comunidades—, a la hora de reformar las policías se procuró una política de uniformización, racionalización y centralización como estrategia para que las policías en su conjunto pasaran de ser identificadas como “del lado del hampa” a estar “del lado de la ciudadanía”. Esta política significó concentrar mandos —quitarles recursos a las policías locales y concentrarlos en “mandos únicos” de nivel estatal o federal— y con frecuencia también militarizar los mandos para generar una sensación de control de lo local desde el poder federal. Un efecto inmediato de estas políticas fue que las policías pequeñas quedaron debilitadas y supeditadas a policías grandes. Posiblemente esta política haya tenido un efecto contrario al deseado en materia de seguridad.

 

Cadena de mando y dinero. Hemos dicho que las policías preventivas urbanas —municipales y estatales— eran gavillas con patente de corso, dedicadas en parte importante a los negocios de la extorsión y de la protección. Esta licencia o patente las diferenciaba de otras gavillas de extorsionistas, pues para pertenecer a la policía era necesario acceder a un nombramiento, recibir un salario, un uniforme, un arma y el equipamiento que requiere el Estado mexicano. Aunque ese salario —y aun esas armas, uniformes y equipamientos— fuesen insuficientes para realizar sus labores, y tuvieran que ser suplementados por ingresos adquiridos a través de la extorsión, el hecho de ser empleados públicos, que podrían también ser echados o aún perseguidos administrativamente, permitía la existencia de una cadena de mando impersonal. Así, una de las primeras lecciones impartidas a un policía por la “pareja” que le fue asignada para enseñarlo en el oficio fue: “No discutas con los comandantes, jefes de turno, oficiales ni con compañeros con antigüedad, ya que el mando siempre tiene la razón”.14 En otras palabras: la policía se diferencia de una gavilla criminal porque es una estructura burocrática.

Pero en realidad la policía mexicana no era, tampoco, una burocracia moderna, sino un tipo de organización intermedia entre eso y una administración de tipo antiguo régimen en que los puestos se compran y venden, y donde la compra de un puesto da licencia para su uso en beneficio personal. Un estatus así, al que podríamos caracterizar como un híbrido entre una burocracia moderna y una burocracia de antiguo régimen, tiene implicaciones que, de nuevo, distinguen a las policías de las gavillas sin patente o “criminales” que se puedan dedicar a la extorsión y a la protección.

Quizá la diferencia más reveladora entre una gavilla criminal y la policía sea el uso del dinero en el interior de las corporaciones policiales. Por ejemplo, el novato estudiado por Arteaga y López recibe entre sus primeras lecciones la siguiente: “Todo dentro de la corporación se maneja con dinero. Ningún favor de compañeros, de comandantes y de altos mandos es por buena voluntad: todo tiene que pagarse”. El dinero, entre estos policías, funciona como un equivalente universal que sirve para homologar un conjunto muy dispar de tipos de trabajo, uno que refleja una cadena de mando burocrática y la otra una actividad de emprendimiento empresarial, como quien funde joyas hurtadas de una joyería para convertirlas en lingotes de plata, con un peso y quilate fijo.

Las operaciones monetarias sirven para asignar un valor a cada trabajo que se realiza en la policía. Porque la policía, como le comentó un patrullero a su aprendiz: “No trabaja por trabajar, brindarás auxilio a los que paguen por el servicio”.15 Si llevamos este precepto al extremo significa que, en teoría al menos, cualquier trabajo que realiza un policía tiene que ser pagado; de otra manera, sería un “favor” o “trabajar por trabajar”. Así, la monetarización busca reducir los favores a cero, o lo más cercano posible a cero, para en cambio asignarle un valor cuantificado a cada acción de apoyo. Este esfuerzo monetizador es, en realidad, indispensable y proviene de la personalidad de los policías. Veamos por qué.

La economía policial tiene dos fuentes de ingresos, uno proviene de la nómina y el otro del negocio de la protección y del uso de las infracciones a la ley como oportunidades para extorsionar. La policía no tiene control sobre el dinero de la nómina, que le viene asignado por otras instancias del Estado, y se distribuye respetando un escalafón burocrático rígido, con rangos y sueldos estandarizados. En cambio el dinero que proviene de la protección y la extorsión es altamente variable y se recoge en espacios y tiempos diferenciados. Aunque un jefe de policía reciba ocasionalmente dinero directo para que su corporación proteja a tal o cual empresa o negocio, la mayor parte de los ingresos de la corporación los recogen los policías que trabajan en las calles. De allí, también, la “mística de la calle” como la única verdadera maestra, que ya mencionamos.

La desigualdad entre ingresos recogidos en las calles da pie a enormes disparidades entre policías de un mismo rango, y abriría también la posibilidad de que un policía de la calle ganara mucho más que sus jefes. Un policía que detiene a un ladrón que acaba de asaltar una joyería se quedará con ese botín, mientras que su compañero, de idéntico rango, se pasó el día dirigiendo tráfico con un silbato en la boca. Y su jefe recibe el mismo sueldo que ha venido recibiendo, mes con mes. Dada esta clase de situaciones, importa construir un sistema de redistribución de los recursos obtenidos, aunque sea un sistema imperfecto.

El sistema que construyó la policía en México recae en dos costumbres distintas. La primera es el dinero que fluye del policía a su comandante, al que se le dice “el entre”, término que refiere a un pago de derechos que se hace al final de cada día laboral. Así, lo primero que hace el policía en su rutina es recoger dineros de los negocios que compran su protección y de los cuales debe salir esa renta o “entre”. Su último acto del día es entregar el “entre” a su jefe. El segundo mecanismo de redistribución consiste en pagos que se deben hacer a cambio de cada “favor” recibido por otro policía o comandante. Ser asignado a una “buena esquina” cuenta como un favor: hay que pagarlo. Recibir apoyo de algún patrullero para someter al ladrón de la joyería es otro favor, y habrá que distribuir con él el botín. Pasar exámenes de ingreso es un favor, y hay que pagarlo. Obtener un cambio de turno o un cambio de pareja, acceder a una patrulla o motocicleta… todo tiene un valor monetario.

Vale la pena reparar en algunos efectos indirectos de esta práctica. Hemos dicho que la monetarización de todos los “favores” es un sistema de homologación que hace posible intercambiar operaciones burocráticas-administrativas por las ganancias del negocio de la protección y la extorsión. La monetarización de toda acción policial es la condición que sostiene una estructura híbrida, que fusiona la burocracia con la microempresa privada de la protección y extorsión.

Esta maquinaria también refuerza la cadena de mando de la corporación: así como hay que entregar el “entre” al superior al final de cada día, “el mando siempre tiene la razón”. Así, se limita el poder carismático característico del mundo del crimen y se favorece la formación de una cadena de mando impersonal y, por lo tanto, sensible al control político desde afuera de la corporación. En principio los policías son libres de usar cualquier infracción que ocurra en el territorio asignado como una oportunidad para extorsionar y lucrar, pero si llegan órdenes superiores contrarias tendrán que atenderlas.

Por último, es significativo que el lenguaje del “favor” prevalezca en las policías, pese a la monetarización de cada acto policial y administrativo. La persistencia del lenguaje informal del don sirve, primero, para recalcar que la estructura burocrática de la policía, en sí misma, no obliga a ningún empleado a ninguna acción. Puede ser cierto que el capitán tenga la obligación de asignar patrullas pero no está obligado a asignárselas a nadie en particular, por lo cual cada asignación será dada y deberá ser recibida como un favor, aunque lo pague de inmediato y al contado.

Si yo, policía, armo un operativo y pesco a un ladrón de joyas, y tú, patrullero, me apoyaste, me hiciste un favor, ya que no hubieras tenido que acudir a mi llamado y hubieras podido atender cualquier otra “obligación”; a cambio de ese favor yo también tengo que decidir cuántas joyas te van a tocar. La persistencia del lenguaje del intercambio de favores en un sistema que está, al mismo tiempo, obsesivamente monetarizado es reflejo de la naturaleza híbrida de las corporaciones de policía, que tienen que fusionar una organización burocrática y pública con un submundo empresarial y privado.

 

Dos tipos de policía, y la cuestión del “policía honesto”. Esta lógica organizacional produce como consecuencia dos polos hacia los que gravita cualquier policía, uno conservador y el otro rapaz. Estos polos gravitacionales reducen el margen de operación de cualquier policía fresco y nuevo, de ésos en que nuestros reformistas cifran sus esperanzas, como si las características de nuestros policías fuesen una cuestión meramente subjetiva, de ética personal.

La regla de oro del policía que aquí llamaré “conservador” se resume en una máxima: “Si quieres llegar a ser policía viejo, hazte pendejo”. Uno de los policías tapatíos con los que platicó la antropóloga María Eugenia Suárez de Garay caracterizó a los fieles de esa máxima del siguiente modo: “Son de esos policías chaparros, panzones, huevones, que llega a pasarle algo a uno y no lo apoyan”.16 Los policías “conservadores” son menos agresivos, menos explotadores y menos violentos que el tipo opuesto, que llamaremos “rapaz”, pero por otra parte son también más pasivos, a veces al punto de la indolencia. Arteaga y López describen una ronda de patrullaje dirigida por un personaje de esta escuela, a quien llaman Mario:

Se encontraron entonces con dos individuos peleando a las afueras de una cantina, pero el policía no hizo caso. Sobre la avenida principal de la zona, se toparon con dos militares que tomaban cerveza y discutían fuertemente. El policía pasó de frente. En la avenida secundaria se reportó a dos individuos asaltando una estética. El policía no acudió al llamado. Como a las ocho de la noche se apareció una mujer llorando y con ropa desgarrada reportando que su marido la había golpeado. El policía tampoco le prestó atención. Alrededor de las nueve de la noche, un taxista reportó que había sido asaltado. El policía comentó: si lo asaltaron fue por pendejo. A las once de la noche el patrullero se dispuso a dormir.17

El polo contrario a esta clase de policía es activo: le interesa más sacar un máximo posible de dinero o beneficios diarios que tener una vida tranquila y es, por esto, mucho menos indolente. En una ronda como la que tuvo Mario, hubiera intervenido la pelea afuera de la cantina, arriesgándose quizá, y le hubiera quitado su dinero a los combatientes; hubiera intentado detener a los asaltantes de la estética, y se hubiera quedado con lo que robaron; hubiera atendido el llamado de la mujer golpeada por el marido para extorsionar al marido (y quizá también a la mujer), y no hubiera atendido el llamado del taxista asaltado, porque el taxista ya no tenía dinero y el asaltante ya se había fugado.

Muchos reformistas piensan que entre estos dos polos se encuentra el unicornio que siempre han procurado: el policía honesto. Y de hecho no falta la gente honesta que opta por una carrera policial. Pero una vez en la policía sus márgenes de acción están restringidos. Por una parte deben garantizar el “entre” a sus superiores, lo que a su vez significa cobrar derechos de piso a algunos negocios informales o formales; luego, si quieren ascender, tendrán que pagar el “favor”, y si necesitan el apoyo de algún compañero para detener a un asaltante tendrán que ofrecer alguna remuneración, o si no permitir que el compañero robe al asaltante. Y, por último, si nuestro unicornio decide reportar las fechorías o arbitrariedades de algún compañero, habrá violado el precepto de “no chivatear” (no delatar), que es un principio cardenal de la corporación, y habrá de atenerse a las consecuencias.

El estudio de María Elena Suárez de Garay, que se llevó a cabo en los años intensos de reforma policial y ya que habían sido introducidos los derechos humanos en las labores de la policía, habla del sentimiento de soledad del policía recién ingresado, que “teme arriesgarse, no sólo en el ejercicio cotidiano de su labor, sino también en las relaciones interpersonales que pueden condenarlo al desamparo, sobre todo por esa combinación entre la lógica desleal y la precariedad laboral”.18 La conciencia de la soledad, sumada a la complicidad dictada por el silencio, y a la necesidad de colaborar y seguir ciertas reglas lleva al policía honesto a bascular ya sea al polo conservador o al rapaz.

 

Lo que la policía hace. Estas observaciones nos permiten, por fin, considerar lo que la policía preventiva hacía, antes de las reformas, y previo a las olas de crímenes de los años 90. El policía “pasivo” era una figura que administraba las rentas seguras de la policía. Así, “Mario” le explicó la rutina diaria de su patrulla al policía nuevo que le fue asignado. Lo primero del día era “cobrar las rentas”:

Las rentas son la forma en que el policía cobra a las personas que venden cerveza, pulque y vino sin permiso oficial. Es la manera en que el policía obtiene dinero por brindar seguridad a las tiendas, vinaterías, cantinas, bares, pulquerías, carnicerías, estéticas, peluquerías, etc. Es un acuerdo entre los locatarios y la policía.

Y aclaró que esas rentas conllevaban una responsabilidad: “No se trabaja por trabajar; brindarás auxilio a los locales que pagan por el servicio, los que no cooperen que se vayan a la chingada”.19

El trabajo mínimo de la policía es, entonces, brindar protección a negocios que pagan rentas, sumado al establecimiento de su presencia en el territorio. O sea, se hace patrullaje, lo que implica establecer una presencia visible del Estado en espacios públicos, y ésta es también una función básica de la policía pues tal presencia ofrece una posible línea de reclamo al gobierno ante cualquier infracción a la ley, y por lo tanto una posible línea de intermediación estatal en el conflicto.

Por otra parte, la existencia de un grupo de policías rapaces refuerza la función de la policía como un elemento que inhibe la infracción del orden, porque el desorden es el espacio en que interviene el policía rapaz para extorsionar. El maestro policía le explica al novicio: “Nunca dudes de nada que te parezca sospechoso, porque de seguro es sospechoso, encamínate a descubrirlo, es dinero”.20

Estos actos de intervención ante lo sospechoso frecuentemente se realizan con lujo de violencia, como elemento de disuasión o castigo, o por el gusto de infundir miedo. Existen evidencias indirectas de que el uso rutinario de la violencia tiene la suficiente importancia como para que se haya convertido en uno de los criterios de autoselección en el reclutamiento de policías. Así, Ernesto López Portillo cita una evaluación hecha por el Ceneval a 15 708 policías realizada en 2004 y 2005, que encontró que únicamente 33 % de los policías tenían las características psicológicas deseables para una realización serena y responsable de sus labores; 22 % fueron recomendados para terapias preventivas, y 35 % para una evaluación psicológica profunda o para terapia continua.21

Asimismo, el policía novato cuya iniciación describen Arteaga y López resultó ser ambicioso y, mediante un pago a sus jefes, dejó de ser pareja de nuestro pasivo Mario para ser asignado a la patrulla de un policía del tipo “rapaz”, Ricardo, quien después de recolectar las rentas —que había sido la tarea medular de Mario— recorría la colonia “en busca de borrachos y drogadictos, los detenía con gritos y con golpes en las piernas, los despojaba de toda pertenencia”, extorsionaba prostitutas y homosexuales, les robaba sus drogas a los usuarios y a algunos distribuidores, para luego comercializarlas por otro lado… Todo con lujo de violencia.22

Pero la violencia era ocupada también en ocasiones incluso por nuestro pacífico Mario, que le gustaban las homilías para instruir a su nuevo recluta, y que explicó así lo que sucedía cuando un locatario dejaba de pagar rentas:

[…] entonces se hacen acreedores a que se les moleste dentro de sus locales y en el caso de las cantinas que se resisten a la cooperación a lo que se hacen acreedoras es a que el policía viole a las prostitutas. Como verás, todo en este oficio es recíproco.23

En resumen, se puede caracterizar el orden producido por la policía del siguiente modo. Primero, genera una distinción entre negocios protegidos y desprotegidos, y permite que los segundos estén expuestos a una serie de problemas, en ocasiones creados por la propia policía; segundo, inhibe las infracciones visibles o públicas de la ley, en la medida en que cualquier acto sospechoso da pie a la extorsión; y tercero, establece la presencia del Estado en la vía pública y lo posiciona como un instrumento mediador en relaciones de conflicto. Por ejemplo, si la mujer que fue a quejarse con “Mario” de que su marido la estaba golpeando hubiera tenido la fortuna o la desdicha de haberle llevado la acusación a “Ricardo”, es probable que su marido se hubiera llevado un buen susto y sin duda hubiera perdido mucho dinero. Así, la presencia de la policía en espacios públicos se constituye en un recurso que un actor social puede utilizar para derrotar a otro: un comercio que paga sus cuotas puede echarle la policía a un ambulante que se para en frente de su negocio, por ejemplo. La presencia pública de la policía coloca al Estado no como un garante imparcial de la ley, sino como un posible aliado, interesado en la producción de un orden que beneficiará a unos y perjudicará a otros.

Uno de los errores recurrentes en la representación pública de la policía es imaginar que la policía no hace nada o que nada más estorba.

Es verdad que algunos de sus métodos de operación los iguala al ladrón común, pero la combinación de alguna regulación burocrática, manifiesta en los pagos obligados de “entres” de abajo para arriba, así como en la máxima de que el mando siempre tiene la razón, con el hecho de que la extracción utiliza a la ley como su recurso y punto de referencia, y aunados ambos al uso de la policía desde la sociedad como un instrumento para dirimir conflictos significa que aquella policía de antes producía un cierto orden, aunque fuera muy injusto, y que no se podía desatender ese factor de orden sin que otros actores violentos, que fueran también capaces de generar algún otro orden, llenaran el vacío.

 

En un artículo anterior acerca del tejido social rasgado (nexos, abril 2021) propuse la tesis de que en México está naciendo un nuevo tipo de Estado, caracterizado por mucha soberanía y poca administración. Y, más precisamente, por mucha soberanía y el abandono de la parte del Estado abocada a regular la violencia como factor cotidiano de orden y desorden. Este proceso pasa por la intensificación de lo que aquí he llamado el extrañamiento del Estado respecto de sí mismo, y especialmente el extrañamiento del Estado respecto de sus aparatos de policía. Hoy hemos ubicado los orígenes de este extrañamiento en el cambio de régimen ocurrido a inicios de la década de 1980, y en el descontrol sobre el crimen común —las olas de crimen— que inició también en los años 80, pero que tuvo su gran escalada a mediados de los 90 y cuyas causas todavía ignoramos.

De ahí pasamos a un análisis del funcionamiento de las policías en el sistema anterior al que hoy se está gestando. Y hemos mostrado que la policía que se intentó reformar desde mediados de los 90 era una organización híbrida, fusión de una burocracia moderna con un sistema de operación privatizado, en que cada policía podía operar como un empresario independiente aunque con límites determinados por eso que caractericé como su “patente de corso”. El marco laboral de cada oficial estaba determinado por la jerarquía del mando, que cotidianamente tenía que sopesar consideraciones monetarias con otras de orden político. Por esto, la antigua institución policial mexicana se caracterizaba por una economía en que cada acto era a la vez un favor y una transacción de mercado, es decir: un acto político (un “favor”) y una mercancía.

Este sistema le salía barato al Estado mexicano porque la mayor parte de los gastos operativos de la policía los cubría la sociedad, gracias a las acciones “empresariales” de los policías de a pie. Por esa misma razón, la policía se caracterizaba además por un alto grado de autoritarismo y por el abuso y el maltrato a los policías de parte de sus superiores: como el presupuesto representaba una parte minoritaria de la economía policial, la autoridad quedaba manca de recursos para regular el trabajo de sus empleados, ante lo cual el abuso autoritario se convirtió en un recurso de uso rutinario.

A la hora de querer reformar este sistema, el Estado mexicano identificó como problemas medulares las pésimas condiciones laborales de la policía, su falta de formación profesional y en general la magra inversión pública en materia de seguridad. Los reformistas tenían también la idea de que podrían purgar a los elementos más violentos y corruptos de cada corporación, y sustituirlos por mandos y policías honestos, que quisieran hacer bien su trabajo. Esta estrategia tenía, sin duda, muchas virtudes y parecía estar bien encaminada, pero se topó con una realidad que le resultó del todo incomprensible: la inseguridad y la violencia siguieron aumentando, pese a un enorme incremento en el gasto en seguridad.

Todavía no tenemos un estudio minucioso que dé cuenta de ese aumento en la criminalidad y en la violencia a partir de mediados de los años 90, y sin duda hubo múltiples factores que intervinieron en él. Inspeccionaremos algunos de esos factores en otra ocasión, pero mis comentarios aquí identifican al menos uno de estos factores: la falta de atención del movimiento reformista en el papel —injusto, violento, corrupto, sí, pero con efectos reguladores muy reales— de los policías preventivos en la construcción del orden social.

Ante la presión política que levantaron la violencia y la inseguridad, y sin encontrar la llave para lograr convertir a las policías mexicanas en un aparato burocrático moderno, el Estado mexicano pasó del distanciamiento inicial a un franco extrañamiento y, de ahí, al abandono casi total de sus policías. 

***Autor.-Claudio Lomnitz
Profesor de Antropología de la Universidad de Columbia. Es autor de Nuestra América. Utopía y persistencia de una familia judíaLa nación desdibujada. México en trece ensayos y El regreso del camarada Ricardo Flores Magón, entre otros libros.

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