A la altura de El Terrero, bajo un sol que rompe el suelo, un grupo de hombres armados vigila la carretera que une Aguililla con Apatzingán, México. Cuando pasan carros desconocidos los detienen, cosa que acaba de ocurrir. “Oríllense”, dice uno de ellos, que parece estar al mando. “Sus credenciales”, suelta otro. “La orden es que borren todo lo que traigan de allá”, añade el primero, refiriéndose a videos y fotos de Aguililla, que ha quedado atrás hace algo más de una hora. Hay más hombres, una docena en total. Algunos portan chaleco antibalas y varios lucen un parche que lee “CJNG” (las siglas del Cartel Jalisco Nueva Generación) o “DELTA”. Parecen tranquilos. El primero que ha hablado saca un fajo de billetes del bolsillo y le da uno de 500 pesos a otro, 25 dólares (21 euros). Se ríen. El primero insiste en que hay que borrar el material. La negociación -es una forma de hablar- continúa algo más de 20 minutos.
Se ha escrito mucho de esta carretera en el último año. Dos grupos criminales pelean por controlar la región y sus riquezas, los ranchos limoneros y tomateros, el ganado, las minas, los escondites serranos y sus caminos a la costa... Nexo entre el litoral y la Tierra Caliente de Michoacán, el camino se ha convertido en una extraña colección de check points, que los vecinos superan o no de acuerdo al humor de sus gestores.
En Aguililla, esta situación desespera a la población, que desde hace un par de semanas la ha tomado con el Ejército. Algunos califican a los militares de pusilánimes, de permitir el quehacer de las bandas criminales. Otros les acusan directamente de colaborar con uno de los grupos en pugna, Carteles Unidos, una red de viejas mafias regionales.
El puesto de control del CJNG, Cartel Jalisco Nueva Generación, funciona desde hace meses y solo desapareció cuando el nuncio apostólico visitó la región, en abril. Entonces, decenas de policías estatales ocupaban la carretera. Hoy no queda ni uno. El resto del tiempo ahí están. A veces aparcan uno de sus famosos tanques artesanales en los carriles, caso del miércoles pasado. Era una visión surrealista: una recta de asfalto rodeada del verde radioactivo de los cerros felizmente empapados, interrumpida por la amenazadora presencia de un enorme escarabajo de acero artillado color aceituna.
Después de semanas de negociaciones, los pobladores de Aguililla han forzado finalmente la intervención del Ejército. El jueves, decenas de militares llegaron a la carretera. Atravesaron el retén de Carteles Unidos, instalado en la comunidad de División del Norte, y aparcaron sus vehículos unos cientos de metros adelante, a menos de un kilómetro del check point del CJNG. Si la onírica presencia del escarabajo artillado un día antes puntuaba alto en el ranking del surrealismo criminal mexicano, la convivencia de militares y carteles en tres kilómetros de carretera pelea por los lugares punteros.
La fachada de una casa agujereada por impactos de bala junto a una pintada con las siglas del Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG) en El Limoncito, en el municipio de Aguililla.
¿Y la convivencia?
En su retén, los hombres del CJNG consultan por teléfono sobre los periodistas. La exigencia de borrar el material se suaviza y ahora apunta exclusivamente a imágenes donde aparezcan ellos. Preguntan por unas entrevistas realizadas el miércoles en la plaza de la comunidad de El Aguaje, unos kilómetros adelante de El Terrero en dirección a Aguililla. Durante las entrevistas, hasta cuatro vehículos serigrafiados con logotipos del grupo criminal circularon alrededor de la plaza. Ellos piensan que algunos podrían aparecer en las imágenes y no quieren. Al cabo del rato se convencen de que no hay nada en el material que pueda perjudicarles y permiten que la marcha continúe.
Apenas superado el retén, con el susto todavía en el cuerpo, aparece el puesto de control del Ejército. Una curva los separa. Preguntado por la convivencia, expresión pura de la máxima de “abrazos y no balazos” del actual Gobierno, el coronel a cargo del operativo, adscrito al 30º Batallón de Infantería, con sede en Apatzingán, levanta los hombros y esboza una tenue sonrisa. “¿Dónde dice usted que están?”, pregunta. Al pasar la curva, ahí están, ahí paran a los carros. El coronel mira su celular. Ensaya respuestas que aborta enseguida, tipo “mire, nosotros” o “la verdad es que”. Expresiones como Estado fallido, ausencia del Estado o Estado cautivo vienen a la mente, aunque no parecen del todo adecuadas.
Igual que sucedió en administraciones pasadas, Michoacán protagoniza una de la crisis de seguridad del actual Gobierno, encabezado por Andrés Manuel López Obrador. Si los grupos de autodefensas y los Caballeros Templarios figuraban en el centro de las anteriores, el presente apunta a la carretera que une Aguililla con el resto del país. El orden de aparición de los retenes responde a la evolución del conflicto entre los grupos. El CJNG, red criminal que domina las ecuaciones criminales de buena parte de las regiones de México, lleva semanas ganando terreno y cada vez se acerca más a Apatzingán. Los Carteles Unidos reculan y han instalado su último retén en División del Norte, comunidad nombrada en honor al Ejército del célebre Pancho Villa. Los militares se han instalado en medio.
Un militar mira por sus prismáticos en dirección a la zona donde se encuentra el retén del Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG).
“Me acusan de ser jalisco”
En Aguililla y sus comunidades, caso de El Aguaje, los vecinos oscilan entre el rechazo frontal al Gobierno o las críticas al Ejército, rostro de la Administración en los rincones más alejados de la capital. Habacuc Solórzano, de 39 años, es de los primeros. “¡Nosotros no queremos Gobierno, ni estatal ni federal!”, exclamaba el miércoles en la plaza central de El Aguaje. Agricultor y ganadero, Solórzano criticaba que la situación actual es insostenible. “Los de Cárteles Unidos nos acusan a muchos de este lado de ser jaliscos y no podemos ir a vender a Apatzingán”, explicaba.
Solórzano asume también que el Ejército apoya a Cárteles Unidos, opinión compartida entre el grupo de vecinos que pasaba el tiempo el miércoles en la plaza de El Aguaje. Todos hablaron, ninguno quiso dar su nombre. Un señor que vende leche decía que los peores días del conflicto entre los grupos criminales en El Aguaje fueron hace justo un año, cuando la batalla llegó a la comunidad. Decenas de agujeros de bala en paredes, farolas y árboles constatan sus palabras. “Mire, antes aquí había un rancho de 1.000 hectáreas de limón, Rancho Grande se llama. Daba trabajo a medio pueblo y ahora mírenos”, dijo. Allá estaban, sentados en un banco, sin nada que hacer más que ver pasar las camionetas del CJNG.
Otro señor, ganadero, añadía que ellos no están “ni con un grupo ni con otro, pero, ¿cuántos años llevamos de putazos?”, preguntaba retóricamente. Dos años, se contestó. Dos años de batalla y ellos en medio. Es curioso ver cómo esta extraña guerra deja víctimas de todo tipo, víctimas literales, muertos, desplazados; víctima no oficiales, como la tropa de militares que aguanta pedradas desde hace semanas en el cuartel militar de la cabecera municipal de Aguililla, y víctimas retóricas, como los ganaderos y agricultores de la zona que ahora controla el CJNG, cautivos de la idea que el grupo contrario se ha formado de ellos.
El show de las pedradas compite en surrealismo con el tanque escarabajo del cartel Jalisco y la convivencia de estos y sus enemigos con el Ejército. Desde finales de junio, vecinos de Aguililla y sus comunidades han instalado un campamento a las puertas del cuartel. Han aparcado un tractor en la pista de entrada y algunas tardes inician una guerra a pedradas con resorteras que los militares contestan de la misma forma. Los soldados usan también gas lacrimógeno.
Manifestantes lanzan piedras al cuartel del Ejército de Aguililla durante una manifestación para exigir la reapertura de la carretera.
El miércoles por la tarde, los vecinos habían convocado una nueva “marcha por la paz” en Aguililla. Dos centenares de vecinos se juntaron en la iglesia pasadas las seis de la tarde (hora local) y marcharon hasta el campamento. Una mujer, su esposo y sus dos hijos pequeños caminaron hasta el plantón. No quisieron decir sus nombres, pero protestaron contra el Ejército. “Es que no hacen nada”, decía la mujer, “tiene que irse a destapar la carretera. Aquí nadie quiere sembrar ahorita”, explicaba. Julio y agosto es buena época para empezar a cultivar tomates y ahora nadie siembra porque tal cual están las cosas, sacar la cosecha resulta muy complicado. “Es que ahora estamos peor que antes”, añadía, “en estos meses hemos durado más de una semana sin luz, sin señal de teléfono. Y toda la comida se echa a perder”.
La tarde acabó en truenos en Aguililla y la marcha se deshizo poco a poco. Algunos se quedaron y se arremolinaron en torno a los líderes de la protesta, un agricultor de El Limón y un maestro de la cabecera municipal. El agricultor arengó a los suyos, resortera en mano, diciendo que si querían desahogarse aquel era el momento. La batalla empezó, las piedras volaron hacia el cuartel y del cuartel a la calle. También el gas. A la mañana siguiente, la avenida principal de Aguililla era un mar de piedras, pero todo lo demás seguía igual.
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