Todo apunta a que el “peñismo”, como grupo político, tendrá una vida corta y efímera. Si el próximo domingo el presidente Enrique Peña Nieto y su partido pierden el poder, lo más seguro es que no sólo peligren algunas de sus “reformas estructurales”, que pretendían ser su legado para la posteridad y que podrían ser revisadas y corregidas en partes sustanciales, sino que también la corriente política que en su momento representó el hoy mandatario, cuando se autonombró como representante de un “nuevo PRI” que recuperaba el poder tras 12 años de gobiernos panistas, terminará rechazada y repudiada si los electores le retiran su respaldo en las urnas y, como ya empieza a verse, también intentará ser expulsada del control de su partido por un priísmo que hoy culpa a Peña de la que podría ser la peor debacle de su historia.
Ya hay corrientes y liderazgos priístas que se preparan para pasarle al grupo del Presidente y a la clase política mexiquense —que se apropiaron este sexenio de su partido y del poder con un criterio patrimonialista y excluyente de todas las corrientes y grupos distintos a ellos— la factura completa de una derrota que no sólo les haría perder la Presidencia de la República, sino que los puede convertir en una fuerza minoritaria en el Congreso federal, y en la mayoría de los estados del país, y llevarlos hasta el tercer o cuarto lugar de la votación nacional.
Pero lo más grave para Peña no será el rechazo de otros grupos priístas a los que marginó y maltrató durante su sexenio; lo peor que le puede pasar al Presidente es que su mismo grupo cercano, los peñistas más fieles y a los que él encumbró en posiciones de poder más por amistad y confianza que por capacidades y experiencia, terminen por fracturarse y confrontarse en la derrota, tal y como ya comenzó a suceder en el núcleo más duro del primer círculo presidencial.
Para nadie es ya secreto que la relación entre el mandatario y el triunvirato que lo llevó a decidir la sucesión presidencial y la elección inédita del primer candidato no priísta en la historia del PRI, se encuentra fracturada. El distanciamiento de Luis Videgaray, el hombre más fuerte del Presidente a lo largo de todo el sexenio, es real y si bien no hay ruptura, sí fue real que Peña no aceptó ni estuvo de acuerdo en la propuesta que empujó hasta el final Videgaray para apoyar una candidatura única de Ricardo Anaya, candidato del Frente, para enfrentar a Andrés Manuel López Obrador, que pasaba necesariamente por la declinación de José Antonio Meade.
La convicción del canciller de que no había una ruta más viable que la de hacer alianza con Anaya para enfrentar al fenómeno de AMLO, no sólo lo distanció de Peña Nieto, sino que también lo confrontó con Meade, a quien él impulsó a la candidatura, y con el coordinador de la campaña, Aurelio Nuño, que combatieron con todo la intentona de Videgaray apoyada por empresarios del Consejo Mexicano de Negocios, y se opusieron hasta el final a cualquier intento de declinación de su candidatura. Al final, la línea dura de Aurelio y de Meade convenció a Peña de que no podían apoyar a un “traidor y mentiroso” como Anaya y de que era mejor aniquilarlo y aplastarlo con el aparato de “justicia” de la PGR y la difusión de videos producto del espionaje en contra del candidato frentista.
Hoy, aunque no haya pleito, porque al final Videgaray se presentó en el cierre de campaña de la CDMX y se dejó ver cerca de Meade, lo que sí hay es una virtual y anticipada desintegración de lo que fue el grupo más duro del peñismo. El canciller ya da por descontado lo que ocurrirá el 1 de julio y ya tiene negociada para él una posición directiva en una poderosa firma de inversiones estadounidenses (Blackrock), que incluye una cómoda residencia en Nueva York, un sueldo generoso y muy posiblemente una ciudadanía emérita en Estados Unidos, muy posiblemente cobijado por sus amigos de la administración Trump.
Peña Nieto, mientras tanto, es muy posible que después del domingo y si pierde su candidato, se dedique en los meses que le queden a conducir una transición tersa a quien gane el poder y a garantizar su inmunidad y protección como ex presidente. El resto del peñismo seguramente se desintegrará y cada quien tendrá que ver por su futuro; algunos se refugiarán en el Estado de México, otros buscarán cobijo en la academia y también habrá los que tengan que pensar en un retiro o hasta un exilio más lejano para no ser objetivos de una posible cacería de corrupción, cuando al próximo presidente las masas le empiecen a exigir sangre y cabezas, ante la incapacidad de cumplir las altas expectativas de la población.
Y entonces el peñismo, como en su momento el foxismo y luego el calderonismo, será una corriente efímera que, al no ser capaz de retener el poder, comenzará a pagar el costo del repudio y el rechazo social, ese que se ensaña con los derrotados y siempre busca nuevos villanos favoritos y culpables de los problemas nacionales.
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