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En Veracruz, a hora y media del puerto que le dio nombre al estado, en una localidad conocida como Colinas de Santa Fe, hay una necrópolis clandestina. De dimensiones considerables, con más de 250 cadáveres encontrados a la fecha. Descubierta no por las autoridades, sino por los hombres y mujeres del Colectivo Solecito, una extraordinaria organización dedicada a encontrar desaparecidos.
Esta colección de fosas dice muchas cosas. Dice, por supuesto, que la impunidad es rampante en Veracruz (y en México) desde hace años y que matar no es algo que produzca castigo. Eso lo dice a gritos.
Pero dice también algo más sutil y que nadie parece haber escuchado. Dice que hay cuerpos que ameritan ser escondidos.
Eso no siempre sucede. Es más bien norma que los asesinos dejen los cadáveres de sus víctimas en el lugar de la agresión. O incluso que los utilicen como medio de comunicación, que los desplieguen en público. En la mayoría de los casos, no hay ni el menor esfuerzo por ocultar o disfrazar o maquillar un acto de violencia homicida.
Sin embargo, con los cadáveres de Colinas de Santa Fe, la historia fue distinta. Allí hubo una intención manifiesta de ocultamiento. Allí los asesinos se tomaron la molestia de cavar profundas fosas, algunas del tamaño de una alberca, para que los muertos no fueran encontrados. Y bien vale la pena preguntarse los motivos de ese esfuerzo.
Pudo haber sido, ciertamente, un acto de crueldad adicional, dirigido ya no contra las víctimas, sino contra sus deudos. Tal vez solo fue simple sadismo. O tal vez fue un deseo de sembrar desasosiego y no solo terror en las comunidades donde fueron levantadas las víctimas.
Pero tal vez haya algo más estratégico detrás de la decisión de esconder los cadáveres. Muchos muertos a la intemperie son mucho escándalo. Mucho escándalo obliga a algo de reacción de las autoridades, así estén compradas o cooptadas o intimidadas. Eso acaba trayendo a los federales. Y la plaza acaba caliente como boiler. Malo para el negocio.
Pero si la gente no muere, sino simplemente desaparece, nadie se fija. No hay escándalo, no hay cámaras, no hay momentos de duelo que acaben en la prensa nacional, no hay números que engorden los muertómetros. Hay nada: apenas una sospecha de que algo muy malo le pudo ocurrir a algunos o a muchos.
Las sospechas no detonan respuestas. El gobernador puede decir que el asunto de la inseguridad es de ladrones de frutsis y pingüinos, no de asesinatos masivos. La plaza se mantiene tranquila, aunque los muertos se apilen en huecos clandestinos.
Entonces las fosas tal vez dicen algo de los asesinos, cualquiera que sea su identidad. Dicen, creo, que hay una lógica detrás de la locura, que el victimario cree que, para la autoridades, un desaparecido no vale lo mismo que un muerto. Y lo cree porque es cierto: lo que no se ve, no se atiende.
Mientras eso sea cierto, mientras las autoridades no reaccionen ante una oleada de desapariciones, nos vamos a seguir topando con muchas fosas.
Fuente.-Alejandro Hope
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