El estado mexicano ha sido omiso en generar
datos duros que expliquen cómo el crimen organizado pasó de grandes grupos
dedicados al trasiego internacional de drogas a transformarse en pequeñas
organizaciones dedicadas la secuestro y extorsión en lo local. Ante esa falta
de información, el experto en seguridad y asesor de este proyecto, Alejandro
Hope, hace un ejercicio de apreciación que pretende explicar cómo cambió el
rostro de la delincuencia organizada en México.
Gráfico interactivo...(Agrandar...)
Hace veinte años,
ser mafioso en México era ser contrabandista de drogas. Aquí no había crimen
organizado, había narco. Sí existían, como han existido siempre,
secuestradores, extorsionadores y bandidos, pero jugaban en otra cancha. Las
ligas mayores del submundo criminal estaban ocupadas por bandas dedicadas a
trasegar drogas, cruzar fronteras y eludir agentes aduanales. Y eran bandas
sofisticadas, identificables, conectadas al mundo, con la capacidad de poner a
un zar antidrogas en la nómina.
Pero ese escenario tan Tigres del Norte
empezó a cambiar en los noventa. De manera decisiva, el negocio se hizo más
complicado: además de la mariguana y la heroína de siempre, la cocaína empezó a
llegar en cantidades industriales y las metanfetaminas entraron a la película.
Y eso trajo dos tipos de problemas.
En primer lugar, el asunto se volvió más
público: la tolerancia
del gobierno se volvió más difícil, sobre todo con los gringos
certificando cada año y más con Kiki Camarena aún en el espejo
retrovisor. Uno que otro capo tenía que caer de vez en cuando, uno que otro
envío tenía que terminar en bodegas de la PGR.
En segundo término, y tal vez más
importante, se volvió más complicado el control interno en las bandas. Más
droga que mover significa más droga que robar. Y más de uno probablemente
empezó a tener la tentación de meterle mano al paquete o de avisarle a la banda
de enfrente (a cambio de corta feria) por dónde iba el cargamento o dónde
estaba la bodega.
El resultado fue la militarización
creciente de los grupos del narcotráfico. Como es bien sabido, el
pionero de esa estrategia fue Osiel Cárdenas Guillén, mandamás del Cártel del
Golfo. A finales de los noventa, reclutó a militares de élite —los Zetas— y los
hizo su guardia pretoriana. Pronto, otras bandas lo emularon: Sinaloa con
su Gente Nueva, Juárez con La Línea, los Beltrán Leyva
con losNegros y los Pelones y las FEDA (Fuerzas
Especiales de Arturo).
Eso no sólo escaló el conflicto entre las
bandas, sino que cambió los equilibrios al interior de los grupos criminales.
Los magos del contrabando fueron gradualmente sustituidos por los especialistas
de la violencia.
Y los matarifes pronto cayeron en cuenta de
que el narcotráfico abría otras oportunidades criminales. Si ya se tienen
hombres, armas, vehículos, casas de seguridad y complicidad de las autoridades,
¿por qué no entrarle al secuestro? ¿O a la extorsión, primero de otros
delincuentes, luego de la población en general? Al fin y al cabo, el costo
marginal de esas actividades era cero. Y, como remate, era una buena manera de
reducir los costos laborales: poco sueldo al sicario, pero permiso para
secuestrar y extorsionar y robar (siempre con una mochada para los de arriba).
Con Felipe Calderón la violencia se disparó
y fue más notorio que las bandas de las grandes organizaciones se dividieron.
Foto: Cuartoscuro
Para finales del sexenio de Vicente Fox, lo
que antes habían sido bandas especializadas en el tráfico de drogas se habían
vuelto consorcios criminales diversificados. Y algunas bandas, como la recién
formada Familia Michoacana, surgida de una escisión del Cártel del
Golfo, ya estaban más en el espolio que en el comercio ilegal.
Pero eso acentuó el problema de visibilidad
de las bandas: la secrecía no es alternativa cuando el negocio es extorsionar a
diario. Peor aún, cambió la relación con las comunidades: la tolerancia y la
indiferencia se tornaron en resistencia y llamadas de auxilio.
Eventualmente, la nueva lógica del negocio
detonó, con Felipe Calderón en la Presidencia, una intervención gubernamental
de una ferocidad no vista hasta entonces. Y la violencia se disparó y los capos
empezaron a caer y los lugartenientes se sintieron con tamaños para ser jefes.
Y las bandas, antes jerárquicas e identificables, se empezaron a partir en mil
pedazos. De la pandilla de los Beltrán
Leyva surgieron al menos siete bandas, nueve de los Zetas, doce del
Cártel del Golfo.
Esas bandas que más bien eran gavillas y
que por momentos se decían cárteles (por presumidos) no tenían ni los contactos
internacionales ni la sofisticación logística para mantener operaciones
importantes de tráfico de drogas. Pero tenían y tienen armas, hombres y mucha
disposición para la violencia. A extorsionar se ha dicho. Y a secuestrar. Y a
robar. Y a talar montes. Y a saquear minas. Y a todo lo que pueda generar
dinero contante y sonante.
Cuando el espolio se vuelve el negocio, la
política local es el destino. Los gobiernos municipales se volvieron fuente
insustituible de información: ¿quién es dueño de qué cosa? ¿quién quiere poner
un nuevo negocio? ¿quién pidió una licencia de construcción o de lo que sea? Y
se volvieron también surtidores de músculo: ¿para qué contratar matarifes si ya
tengo a la policía municipal? Entonces los alcaldes se volvieron cómplices o
presas de los pistoleros. Plata o plomo (o las dos, en tétrica sucesión).
Pero cuando los criminales se apoderan de
la vida cotidiana, a veces surgen fuentes inesperadas de valor. En algunas
regiones —de manera dramática en
Michoacán— los pobladores pasaron de los inútiles llamados de
auxilio a la resistencia armada. Y sí, aquí y allá, derrotaron a los bandidos y
recuperaron algo de la tranquilidad perdida. Pero en otros, los justicieros
acabaron volviéndose en lo que habían combatido, en parte de la maña, en bandas
indistinguibles de los grupos criminales.
Y allí estamos. Todavía tenemos
organizaciones grandotas, dedicadas a las drogas, enchufadas a los mercados
internacionales. Allí sigue ‘El Chapo’, allí sigue ‘El Mayo’, allí sigue ‘El
Mencho’. Pero son el pasado del crimen. El futuro son los Guerreros Unidos y
los Rojos y los Ardillos y los H3 y los Metros y los Viagras y todas las demás
bandas que son algo más que una pandilla y algo menos que un cártel. De alcance
local, diversificadas, más interesadas en explotar economías locales que en
surtir a consumidores externos de drogas (aunque algunas también le entren a
ese giro).
Esa transición es buena y mala.
Buena: las bandas emergentes van por los
alcaldes y los jefes de policía local, no por el Estado nacional. No tienen ni
razón ni medios para sobornar a un zar antidrogas ni para quedarse con la mitad
de la SEIDO. No son ni pueden ser una amenaza a la integridad, estabilidad y
permanencia del Estado. No juegan en esa liga.
Mala: las bandas emergentes son una amenaza
cotidiana y permanente a la vida, libertad, dignidad y patrimonio de millones
de mexicanos. Y van por lo poco que hay de Estado en múltiples regiones: el
municipio.
Si los riesgos vienen ahora más de
sanguijuelas que de mamuts, habría que pensar a fondo en las maneras de
contenerlos. El Ejército, la Marina y la Policía Federal son muy buenas para
atrapar capos (lo de retenerlos en la cárcel es cosa de otros). Pero tal vez no
sean el mejor instrumento para lidiar con la extorsión en pequeño, con el
secuestro de horas, con el espolio a escala municipal. Para eso, probablemente
se necesite, primero, una policía con implantación local, profesional y bien
pagada, pero no ajena a la comunidad. Segundo, con procuradurías que de veras
procuren justicia, que sepan armar casos, que puedan desmontar de un jalón
redes enteras de bandoleros.
¿Es mucho pedir? Tal vez, pero es lo que
manda la realidad. Seguir pensando en términos de cárteles y rutas es vivir en
el pasado. Lo de hoy y lo de mañana son bandas y plazas y extracción de rentas.
Así hay que entenderlo, así hay que atenderlo. Pero ya.
fuente.-AnimalPolitico
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