Creador del sistema político mexicano después de la
guerra civil del siglo pasado, el Ejército mantiene muchos de los privilegios
que los militares se dieron desde entonces.
Mexico,D.F 13/Feb/2015 (Proceso) Durante más de un siglo, la cúpula militar mexicana ha
mantenido condiciones especiales que no está dispuesta a ceder y que la ha
convertido en una casta, un grupo aparte que no rinde cuentas a nadie.
Hasta 1946 los militares cedieron la presidencia de la
República, pero siguieron siendo jefes del PRI, gobernadores, regentes de la
Ciudad de México, senadores, diputados. Con tales privilegios, no hacía falta
que emularan a sus colegas golpistas latinoamericanos que se hicieron del poder
político. Ya disfrutaban de ese poder.
Con intervenciones directas e indirectas han defendido al
sistema político que erigieron. Reprimieron en Tlatelolco. Crearon el grupo
paramilitar de los Halcones para la matanza de estudiantes en San Cosme.
Formaron parte de brigadas blancas en la guerra sucia, además de reprimir
directamente. Siempre bajo la protección política que les garantizó impunidad.
A diferencia de América Latina, donde jefes militares han
tenido que rendir cuentas por abusos a los derechos humanos, en México ningún
militar ha sido responsabilizado y sancionado por ello. Esa fue la gran deuda
del gobierno de Vicente Fox.
En la celebración del 102 aniversario de la Marcha de la Lealtad, el
secretario de la Defensa Nacional, Salvador Cienfuegos, dijo que esa lealtad
está más allá de “la transición democrática”. Pero las verdaderas transiciones
de ese tipo no se explican sin la rendición de cuentas de los militares.
Aunque los jefes castrenses mexicanos ya no ocupan
posiciones políticas, mantienen espacios que en un sistema democrático están
reservados para los civiles, sobre todo en materia de seguridad pública.
Desde hace más de una década han tomado el control de la
policía en estados y municipios. La paradoja es que a más presencia militar en
tareas de seguridad, más violencia e inseguridad ha registrado el país.
Si en el sexenio pasado Felipe Calderón les dio carta
blanca en su guerra contra las drogas, en el gobierno de Enrique Peña Nieto
gozan de una amplia protección y hasta ha creado una figura político militar de
facto: un mando especial para la seguridad Michoacán, el general Pedro Felipe
Gurrola Ramírez, que toma decisiones por encima del gobernador.
Lejos de perder, los militares ganan más espacios y
poder. Apenas el año pasado cedieron para que se reformara el Código de
Justicia Militar con el propósito de que los militares dejaran de investigarse
a sí mismos cuando ocurría un delito en el que las víctimas fueran civiles.
Fue una garantía más para que casos de desaparición
forzada, homicidios, tortura o violaciones a manos de militares quedaran
impunes.
Durante el sexenio anterior se resistieron a ese cambio,
a pesar del fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y de numerosas
recomendaciones internacionales para que se dejara de aplicar el fuero militar
a los civiles.
Como clase especial, distinta al resto de los mexicanos,
a los que de forma despectiva denominan civilones, los militares tienen su
propio banco, Banjército.
Los jefes castrenses manejan fideicomisos inaccesibles,
contratan a empresas fundadas por militares, gestionan compras imposibles devigilar y ahora hasta construyen edificios para el Poder Judicial a cambio de
una ganancia que por acuerdo es secreta. Inconcebible es que un civil esté al
frente de las fuerzas armadas. Es otro coto de su poder.
Los militares mexicanos, en efecto, son leales al poder
político. A cambio, están a salvo de la rendición de cuentas. Al Congreso le
pasan por encima con el consentimiento de los propios legisladores. Diputados y
senadores están a su servicio. Van al despacho del general secretario en turno
para que les “informen” lo que los militares quieren decir. No cuestionan, no
investigan. Abdican.
El informe de la comisión creada para investigar la
masacre de Tlatlaya es una muestra más. Los militares les dieron lo que ellos quisieron, tal y como se comportan con el resto de la sociedad cuando les pide
información al amparo del mecanismo de transparencia. La misma actitud
mantienen en torno de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa.
Ante las dudas de la sociedad para que se esclarezca la
actuación del Ejército en esos casos, pero también para redefinir las
relaciones cívico militares en términos democráticos, el general secretario se
vale del recurso fácil de la intriga o la discordia: “Hay quienes quieren
distanciarnos del pueblo, ¡imposible!… somos uno y lo mismo; basta ver el
rostro, la piel”.
La cercanía del Ejército con la sociedad no se define por
el color de piel. Sin precisar a quiénes responsabiliza, el general Cienfuegos
juega con la idea de una conspiración. Así se empieza a construir el discurso
para justificar cualquier acción contra los que se consideran enemigos.
Fuente.-@jorgecarrascoa/Proceso
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