Ahora que la persona conocida como Isabel Miranda de Wallace volvió a ponerse de moda gracias a una nota de Anabel Hernández en la revista Proceso, no nos caería mal recordar de dónde salió, aunque sólo sea para que vuelva a darnos roña la manera en que se construyen algunas de las figuras en nuestra vida política.
No voy a hacer un recorrido muy detallado, porque asumo que casi todos sabemos quién es, pero ahí va, para asegurarme de que estamos jalando del mismo hilo: La Wallace (así la voy a llamar, por facilidad, aunque tal vez ya ni ella sabe cómo se llama; más al rato les cuento ese chisme, si me da tiempo) saltó al mundo de la fama y el poder gracias al supuesto (subrayen esa última palabra) secuestro y asesinato de su hijo, Hugo Alberto. Tal vez suene como una manchadez ponerlo en esos términos, pero la verdad es que la señora no nos da mejor opción, porque nunca dejó pasar ni una oportunidad para sacarle provecho, en términos políticos y mediáticos (si es que son dos cosas distintas), a su caso. Y ahora que la investigación de la periodista pone al descubierto varios indicios de que Hugo Alberto en realidad esté vivo, la mierda al fin amenaza con desbordar la letrina.
Brenda Quevedo. Actualmente presa como parte del caso Wallace. Aún no recibe sentencia y su proceso ha estado lleno de 'irregularidades'.
Desde el principio, el caso estuvo lleno de lo que los medios llaman "irregularidades" aunque hacen falta muchos huevos para sostener que confesiones obtenidas por medio de tortura, la fabricación y alteración de evidencia, manipulación de autoridades y testigos, encarcelamiento sin pruebas y tantos otros, son lo suficientemente lindos como para darles trato de meras irregularidades. En el "caso Wallace" nada embona. Por ejemplo, nunca apareció el cuerpo de Hugo Alberto, ni se encontraron restos de tejido en el depa donde supuestamente lo descuartizaron con una motosierra, ni se resguardó ese depa sino hasta meses más tarde, ni hubo declaraciones congruentes de testigos. Y sí se tiene un mensaje grabado con lo que varios testigos identificaron como su voz (cinco meses después de su "muerte"), compras hechas con su tarjeta después de su secuestro (las cuales nunca se investigaron) y un trámite para obtener la CURP que sólo pudo haber hecho en persona. Sumen a eso que Hugo Alberto tenía antecedentes de contrabando de autopartes y que poco antes de su desaparición le había confesado a su novia que andaba metido en broncas similares al narco. Al menos tenía motivos para fingir la propia desaparición. Si se trata de jugar ahorcados, la versión de Anabel Hernández tiene más letras en su sitio.
De todos modos, aunque Hugo Alberto sí estuviera muerto, o incluso aunque los que están en la cárcel sean culpables (noten que lo estoy diciendo en condicional, güeyes), el caso ya se empuercó más allá de un punto en el que se podía obtener justicia. La otra mala noticia es que la Wallace ya lucró con él de formas que nos deberían dar ñáñaras, cuando menos: creó una fundación dedicada a pedir que se meta al bote por secuestro a tantas personas y durante tantos años como sea posible (Florence Cassez estuvo en su mira durante un buen rato), y gracias a ese valioso trabajo, fue candidata del PAN al gobierno del DF. Esa candidatura la obtuvo gracias a que el ciudadano Felipe Calderón, durante los años que tuvo el cargo de administrador de los putazos en el país, escuchaba música en las palabras de la Wallace y se la refundió como aspirante a los panistas porque para eso sirve ser jefe. Como era de esperar, su candidatura valió verga, pero la aprovechó para diseminar su discurso de mano dura, sin entender mayor cosa del contexto en que se genera la violencia (como puede verse en este artículo de su autoría, donde, entre otras cosas, dice que lo que se necesita para prevenir la criminalidad son "incentivos para trabajar más duro y luchar por la superación" y que una persona "con menos necesidad de delinquir, va a delinquir menos").
La Wallace fue (es) parte de una ola de voces en el debate público, que ganaron presencia durante los últimos años, y que explican el surgimiento de campañas tan lindas como ésta, que seguramente todos recordamos:
Estas voces parecen convencidas de que reforzar los controles de seguridad, por encima de las garantías individuales y la presunción de inocencia, así como imponer penas más estrictas, podrá acabar con la inseguridad. Y digo que parecen, porque no me parece probable que se la crean. Sobre todo cuando ya se sabe que imponer castigos más estrictos no disuade a los criminales (y por lo tanto, no baja las tasas delictivas) y sí ayuda a que en un país con un sistema judicial como el nuestro, al que le sale pus donde uno le pique, haya cada vez más presos inocentes sin recibir sentencia o condenados hasta a 140 años de cárcel.
Porque eso acaba de suceder: ayer se publicó el decreto en el que se contemplan penas más elevadas para el delito de secuestro que, con agravantes, podría quedar hasta en eso mismo: ciento cuarenta años. Me intriga encabronadamente cómo es que nuestros brillantes legisladores llegaron a la conclusión de que una cifra como ésa corresponde a un castigo justo. No ciento treinta ni ciento cuarenta y cinco, sino ciento cuarenta. Tampoco sabemos si es que desconocen que la esperanza de vida en un país como éste es la mitad de esa sentencia (o, digamos, no sé, que hasta ahora es fisiológicamente imposible acercarse a cumplirla, y que por lo tanto, resultará muy difícil que se haga justicia en esos casos, porque todo aquél condenado a pasar un tiempo similar en cárcel escapará por vía de la trampa más vulgar: morirse.
Pero hasta donde se ve, eso no importa. El asunto es que una postura como ésta es redituable en términos de explotación emocional del público (en el plano mediático) y de los votantes (en el plano electoral). La razón puede ser que echarle gasolina a los ánimos vengativos, en un país que cada vez resulta más fértil para su cultivo, es una manera de apelar a la parte más básica de la vida social, la que en la historia resulta anterior a la civilización y en el individuo es anterior al control de impulsos. Es decir, la que llama a responder con lo primero que se viene a la mente (matar al que mata; torturar al que se tiene enfrente, aunque no se tenga el menor indicio de su culpabilidad, sólo mientras sirva como recipiente de la frustración), sin considerar la reparación del tejido social o la prevención de nuevos crímenes.
El ejemplo más fácil de esto son los Estados Unidos, que tiene la población carcelaria más numerosa del mundo (uno de cada cuatro presos del planeta está ahí), lo que no ha logrado acabar con la criminalidad: todos sabemos que también tiene el índice más alto de homicidios en números absolutos y que una parte desproporcionada de sus reos son negros, latinoamericanos o pertenecientes a una minoría discriminada. También, sabemos que es el único país del mundo occidental que sigue aplicando jovialmente la pena de muerte, muchas veces en procesos igual de jodidos que los de aquí. Es como un circo romano a puertas cerradas. Como catarsis social está muy chafa, pero como inversión política y monetaria permanente, parece que funciona a toda madre.
Aquí sucede, o empieza a suceder igual: además de ser un fertilizante electoral, la "guerra contra el crimen" es un negocio cada vez mayor. La fabricación de culpables, la venta de armas y equipo, el financiamiento federal a estados y el cobro de recompensas van haciendo crecer el changarro año con año. Y los primeros puestos en el organigrama del aparato de seguridad se van ocupando por gente que, como la Wallace, no tiene ni puta idea de los fenómenos sociales, culturales y económicos que incuban la violencia, pero que saben cómo engordar sus carteras gracias a ella.
Autora.-@InfantaSinalefa
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