En 2013, el semanario inglés The
Economist se dio a la tarea de establecer cuantitativamente la
definición de un estado de guerra civil. “No cada lucha que involucre a grupos
armados es una guerra civil”, apunto. “Varias medidas cualitativas pueden
ayudar un simple conflicto de una guerra: ¿tienen los rebeldes apoyo político?
¿tienen posibilidad de ganar? ¿buscan sólo dinero? En la academia también se
hacen distinciones cuantitativas.
El problema es escoger el número. ¿Debería de
ser la marca 25 muertos al año? ¿O 100? ¿O mil?”. Y agregó: “Arriba de la marca
de mil, pocos dudan que es una guerra”. Sin embargo, no todos los conflictos
violentos son percibidos como una guerra civil. México es un caso típico. Más
de 50 mil muertos durante el gobierno de Felipe Calderón no fueron suficientes
para que se pensara en México que había una guerra civil. Una suma que será
mayor en el de Enrique Peña Nieto, seguramente tampoco será percibido como un
conflicto que marcó al país. Pero eso es lo que tenemos.
En un análisis de
Virginia Page en la Universidad de Columbia en Nueva York sobre paz y guerras
civiles, la autora establece cinco criterios que definen un conflicto armado
como guerra civil que, en México se cumplen todos: la guerra ha causado más de
mil muertos; representa un desafío a la soberanía de un Estado
internacionalmente reconocido; ocurre dentro de las fronteras de ese Estado;
involucra al Estado como uno de los principales combatientes; y los rebeldes
son capaces de mantener una oposición militar organizada y causar víctimas
significativas al Estado. Como recordatorio, durante el primer trimestre de
este año hubo seis mil 511 denuncias de homicidio doloso en el país; es decir,
seis veces más de la cantidad estándar para calificar un conflicto como una
guerra civil.
Las
autoridades han negado, desde el gobierno de Calderón, que se viva una guerra
civil. Es una guerra contra criminales, dijo siempre el ex presidente. En el
gobierno de Peña Nieto, mientras las fuerzas de seguridad federales dejaron de
combatir criminales durante ocho meses, se hizo algo que sólo se había visto en
la guerra de Bosnia en los 90’s: el gobierno armó a un grupo (las autodefensas
en Michoacán) para combatir y aniquilar a otro grupo (Los Caballeros
Templarios). El gobierno peñista no tiene en su vocabulario político la palabra
“guerra”, pero las acciones extra constitucionales en Michoacán entran en la
tipología del genocidio, razón por la cual se está armando un expediente en
Estados Unidos contra el presidente Peña Nieto, para llevarlo a una corte
internacional, acusado de crímenes de lesa humanidad.
Por
sus omisiones y negligencias, con sus estrategias fallidas e ilegales como
apoyar a miembros de la delincuencia organizada para limpiar de criminales a
Michoacán, el gobierno ha contribuido a la creación o consolidación de zonas
donde la guerra es abierta. El testimonio de Jorge Alberto Martínez,
corresponsal de la agencia Quadratín donde describe lo que sufrieron él y otros
seis colegas el sábado en la zona guerrerense de Tierra Caliente, dibuja detrás
del drama personal escenas que sólo se ven en los ecosistemas bélicos: retenes
militares y de grupos antagónicos a las fuerzas gubernamentales;
enfrentamientos armados en las calles, con vehículos incendiados como
barricadas para frenar los ataques de los adversarios y servir de trinchera, y
capas de colaboradores dentro de la población, sometida por adoctrinamiento,
complicidad o miedo, para que los apoyen con información, vigilancia y acciones
armadas.
Lo
que vivieron los periodistas en la zona de Arcelia el sábado pasado, es similar
a como se vivía la guerra civil en El Salvador, donde a la zona de conflicto se
llegaba en automóvil y se pasaban retenes militares y de las fuerzas de
oposición, para adentrarse a tierra de nadie y llegar al corazón del conflicto
del día. La diferencia con El Salvador, es que mientras en Guerrero y otras
regiones del país los periodistas pueden atestiguar la guerra que se vive de
manera cotidiana, con una frecuencia que aterra, en El Salvador un
corresponsal, si tenía suerte, podía cubrir personalmente no más de tres
enfrentamientos entre el Ejército y la guerrilla, al año. Ni esa, ni otras
guerras civiles en el mundo han producido, en tan corto tiempo, tantos
periodistas muertos como durante el gobierno de Peña Nieto en la guerra civil
no declarada: seis en los cinco meses que lleva el año, y siguen contando.
Se
pueden trazar otras analogías. En Belfast, cuando la guerra de colonización en
Irlanda del Norte –con tintes religiosos-, estaban perfectamente determinados
los dos bandos en conflicto y dentro de la violencia había un orden. Más
peligroso era en Beirut, en la guerra civil en Líbano, pero la única frontera
de terror era la línea verde que dividía a musulmanes de cristianos; una vez en
cualquiera de los dos territorios, había certidumbre sobre la vida. México es
más como los Balcanes en la partición de Yugoslavia, donde cruzando la frontera
de los Cascos Azules de la ONU, todo era como en las zonas calientes mexicanas:
posibilidades de ejecución sumaria, desapariciones, violencia dentro de las
ciudades y el sólo orden de quien tenía las armas para decidir quién vivía y
quién moría. Aquí, los periodistas se han convertido, como en otros conflictos
en el mundo, en objetivos y daños colaterales. Igual que miles de mexicanos,
hay que decirlo, atrapados también en este clima que mata.
Fuente.-twitter: @rivapa
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