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Lamentable
lo que se lee y se escucha por los sucesos en Palmarito.
Lamentable presenciar
lo que James Baldwin llamó la "monstruosidad moral" mexicana desatada
por un video en el que se ve a un militar ejecutando a un hombre postrado en el
suelo. "Mátenlos en caliente". "Era un delincuente y merecía
morir". "A las cucarachas hay que exterminarlas porque se
reproducen". "Dejemos de victimizar a los criminales".
"Bien por la ejecución; hay un criminal menos en las calles". Frases
que evidencian la desafortunada lógica compartida por tantos, que corre en
contra de la edificación del Estado de Derecho. Que busca y encuentra
justificación en la desesperación ciudadana ante la inoperancia estatal. Que
borra la frontera entre ley y venganza, entre barbarie y civilización.
Pero todo se vale porque estamos en guerra, dicen. Para qué apelar al Estado de Derecho, si ni siquiera existe, argumentan. Sin darse cuenta de las implicaciones peligrosas y contraproducentes de lo que postulan. Sin percibir lo que pasaría si aceptamos que un miembro de las Fuerzas Armadas se convierta de manera simultánea en ministerio público, en juez, en verdugo. La opinión pública colocándose en la falsa disyuntiva de aplaudir al Ejército bueno y a los criminales malos, por encima de la ley, la Constitución, el debido proceso. Todo aquello que existe para que nadie pueda hacer justicia por su propia mano, para que un inocente no sea asesinado porque parecía un presunto culpable, para que usted o yo o cualquiera no recibamos una bala en la cabeza en lugar de enfrentar un proceso judicial.
Es comprensible que la mayoría se vuelque en favor de la acción cometida por el militar. Vemos juzgados corrompidos y jueces corruptos, ministerios públicos incompetentes e investigaciones malolientes, culpables encarcelados y culpables después liberados, militares que arriesgan la vida y soldados que la pierden. Ante la mano inepta, surge el clamor por la mano dura. Ante el Estado que no logra hacer valer la ley, mejor ignorarla. A aplaudir asesinos, siempre y cuando sean uniformados. A exigir sangre, siempre y cuando sea de huachicoleros. A justificar ejecuciones sumarias, siempre y cuando sean de criminales. En eso hemos caído, a eso nos han orillado después de años de inseguridad en ascenso, luego de una década de violencia sin fin. La incapacidad del Estado para formar policías, transitar eficazmente al nuevo sistema de justicia penal, acabar con una guerra contra el narcotráfico que nunca podrá ganar está convirtiendo a los mexicanos en sanguinarios. Aquellos que celebran el tiro de gracia en Palmarito se asemejan a las turbas robespierrianas. A los que aplaudían y aplauden las guillotinas, y los ahorcamientos, y las hogueras. A los que a través de la historia han apedreado sin juicio, fusilado sin investigación, matado sin ley de por medio. Hoy renacen los nuevos Torquemadas. La Santa Inquisición, quemando vivos a quienes parecen criminales pero en realidad no lo sabemos.
Y no lo sabemos dado que una ejecución acaba a tiros con la posibilidad de una aprehensión, de un juicio. Implica -como lo ha argumentado Alejandro Madrazo- renunciar al Estado de Derecho. Entraña permitir que la ley del más fuerte se imponga a la ley consensada dentro de la Constitución. Todos contra todos. El México hobbesiano que en lugar de componer el sistema policial y judicial, provee de armas y argumentos para la actuación arbitraria. Para la aceptación de la ilegalidad. Para el castigo de un crimen con otro crimen. Para la negación de que las Fuerzas Armadas -a pesar de sus buenas intenciones- pueden cometer abusos, pueden equivocarse, pueden violar los derechos humanos. Para la incomprensión de que las Fuerzas Armadas están cometiendo crímenes de lesa humanidad que no prescriben jamás.
He ahí las razones por las cuales -como escribe el periodista Manuel Hernández Borbolla- deberían importarnos la refriegas de soldados contra civiles. Porque tú y yo y cualquiera es un civil, que en una noche de tantas podría encontrarse en el lugar equivocado, en el momento equivocado, en el retén equivocado. Boca abajo, sometido, y de pronto, un balazo. Si no entendemos que eso es condenable, la plaza pública se alzará enardecida a celebrarlo. Y México se habrá vuelto un país que en lugar de proteger el debido proceso, acaba aplaudiendo asesinatos.
Pero todo se vale porque estamos en guerra, dicen. Para qué apelar al Estado de Derecho, si ni siquiera existe, argumentan. Sin darse cuenta de las implicaciones peligrosas y contraproducentes de lo que postulan. Sin percibir lo que pasaría si aceptamos que un miembro de las Fuerzas Armadas se convierta de manera simultánea en ministerio público, en juez, en verdugo. La opinión pública colocándose en la falsa disyuntiva de aplaudir al Ejército bueno y a los criminales malos, por encima de la ley, la Constitución, el debido proceso. Todo aquello que existe para que nadie pueda hacer justicia por su propia mano, para que un inocente no sea asesinado porque parecía un presunto culpable, para que usted o yo o cualquiera no recibamos una bala en la cabeza en lugar de enfrentar un proceso judicial.
Es comprensible que la mayoría se vuelque en favor de la acción cometida por el militar. Vemos juzgados corrompidos y jueces corruptos, ministerios públicos incompetentes e investigaciones malolientes, culpables encarcelados y culpables después liberados, militares que arriesgan la vida y soldados que la pierden. Ante la mano inepta, surge el clamor por la mano dura. Ante el Estado que no logra hacer valer la ley, mejor ignorarla. A aplaudir asesinos, siempre y cuando sean uniformados. A exigir sangre, siempre y cuando sea de huachicoleros. A justificar ejecuciones sumarias, siempre y cuando sean de criminales. En eso hemos caído, a eso nos han orillado después de años de inseguridad en ascenso, luego de una década de violencia sin fin. La incapacidad del Estado para formar policías, transitar eficazmente al nuevo sistema de justicia penal, acabar con una guerra contra el narcotráfico que nunca podrá ganar está convirtiendo a los mexicanos en sanguinarios. Aquellos que celebran el tiro de gracia en Palmarito se asemejan a las turbas robespierrianas. A los que aplaudían y aplauden las guillotinas, y los ahorcamientos, y las hogueras. A los que a través de la historia han apedreado sin juicio, fusilado sin investigación, matado sin ley de por medio. Hoy renacen los nuevos Torquemadas. La Santa Inquisición, quemando vivos a quienes parecen criminales pero en realidad no lo sabemos.
Y no lo sabemos dado que una ejecución acaba a tiros con la posibilidad de una aprehensión, de un juicio. Implica -como lo ha argumentado Alejandro Madrazo- renunciar al Estado de Derecho. Entraña permitir que la ley del más fuerte se imponga a la ley consensada dentro de la Constitución. Todos contra todos. El México hobbesiano que en lugar de componer el sistema policial y judicial, provee de armas y argumentos para la actuación arbitraria. Para la aceptación de la ilegalidad. Para el castigo de un crimen con otro crimen. Para la negación de que las Fuerzas Armadas -a pesar de sus buenas intenciones- pueden cometer abusos, pueden equivocarse, pueden violar los derechos humanos. Para la incomprensión de que las Fuerzas Armadas están cometiendo crímenes de lesa humanidad que no prescriben jamás.
He ahí las razones por las cuales -como escribe el periodista Manuel Hernández Borbolla- deberían importarnos la refriegas de soldados contra civiles. Porque tú y yo y cualquiera es un civil, que en una noche de tantas podría encontrarse en el lugar equivocado, en el momento equivocado, en el retén equivocado. Boca abajo, sometido, y de pronto, un balazo. Si no entendemos que eso es condenable, la plaza pública se alzará enardecida a celebrarlo. Y México se habrá vuelto un país que en lugar de proteger el debido proceso, acaba aplaudiendo asesinatos.
Fuente.-Denise Dresser/
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