La versión del Gobierno norteamericano sobre la situación actual del negocio internacional de las drogas ilícitas es específica: las organizaciones criminales trasnacionales mexicanas son y seguirán siendo las principales proveedoras de cocaína, heroína, metanfetaminas y marihuana en su territorio; son “peligrosas y altamente sofisticadas” y, además, “responsables de la extrema violencia observada en México”.
En términos de la Evaluación de la Amenaza de las Drogas publicada por la Agencia Antidrogas norteamericana (DEA, por sus siglas en inglés) en octubre pasado, estas organizaciones criminales mexicanas controlan el narcotráfico a través de todo el suroeste norteamericano, usan rutas de transportación y de distribución ya establecidas y se están expandiendo hacia el noreste para ampliar su parte en el mercado de drogas ilícitas más grande del mundo, particularmente al de la heroína. En el futuro inmediato, sentencia la DEA, no hay grupo que les pueda hacer frente o competencia.
“Las organizaciones criminales trasnacionales mexicanas continuarán sirviendo, principalmente como proveedoras de drogas al por mayor, a los Estados Unidos para distanciarse de la aplicación de las leyes norteamericanas. Las organizaciones mexicanas seguirán dependiendo de pandillas basadas en Estados Unidos –las cuales ya tienen una base de consumidores– para distribuir drogas”, concluye.
“Este arreglo les permite a los miembros de alto nivel de las organizaciones trasnacionales mexicanas permanecer en México, donde pueden evitar la acción de las leyes norteamericanas”, agrega.
Los cárteles con presencia en México, de acuerdo con el mapa del informe de la DEA, siguen siendo casi los mismos que hace 10 años: el Cartel de Sinaloa, el Cartel del Golfo, el Cartel de Juárez, Los Zetas, el organización Beltrán Leyva, y aun otros actualmente con menos territorio, como los Caballeros Templarios y La Familia Michoacana. En lugar de estos dos últimos, de acuerdo con el mapa, se observa ahora la presencia del Cartel Jalisco Nueva Generación, identificado por esta oficina como la más nueva de las organizaciones mexicanas trasnacionales.
El mismo mapa muestra que el Cartel de Sinaloa está en control predominantemente en Sonora, en las dos Baja Californias, Durango, el Sur de Chihuahua y el sur de Sinaloa. También, sin competencia de otra organización, en las “plazas” chihuahuenses de Ciudad Juárez, Villa Ahumada y Cuauhtémoc. El Cartel de Juárez, por su parte, controlaría el resto del territorio de esa entidad.
El norte de Sinaloa, según la DEA, está bajo presencia de la Organización de los Beltrán Leyva, así como Guerrero y el Estado de México, mientras que los Zetas estarían en Coahuila, Nuevo León, el norte de San Luis Potosí, el éste de Guanajuato, casi todo Veracruz, Puebla, Tabasco y Campeche. El Cartel del Golfo, en Tamaulipas, parte del sureste de San Luis Potosí y el norte de Quintana Roo. Los Caballeros Templarios estarían acotados al éste de Michoacán, donde también tiene presencia la Familia Michoacana, a su vez también presente en el oeste-sur del Estado de México.
El resto de Michoacán, muestra el mapa, así como el oeste de Guanajuato, una parte de San Luis Potosí, Aguascalientes, Nayarit y Jalisco es zona de influencia del ahora denominado Cartel Jalisco Nueva Generación.
En la Ciudad de México, agrega la DEA, sus agentes e informantes observan la actividad no de una o dos, sino de cinco agrupaciones del crimen organizado: el Cartel de Sinaloa, el del Golfo, Los Zetas, los Beltrán Leyva y aun los Caballeros templarios.
Y todos, de acuerdo con casos detectados a través de las agencias de aplicación de la ley en aquel país, dice el documento, participan como distribuidores de drogas en Estados Unidos: Los Ángeles es un “centro estratégico” para facilitar el movimiento de los narcóticos en el norte y el oeste, así como procedencia de los envíos de dinero en efectivo de regreso a México; en Chicago dominan la distribución al mayoreo de cocaína, metanfetaminas, mariguana mexicana y heroína; y cada vez más grupos de distribuidores locales en lugares ubicados tan al éste como Boston –antes zonas de influencia de grupos colombianos y dominicanos– están recibiendo cocaína directamente de organizaciones mexicanas basadas en estados como Arizona, California, Nuevo México y Texas.
Otro mapa del mismo informe que identifica la presencia de los carteles mexicanos en las ciudades de Estados Unidos muestra que el de mayor territorio es, por mucho, el denominado Cartel de Sinaloa, con actividades en Nueva York, Washington, Boston, Filadelfia, Chicago, Baltimore, Buffalo, Minneapolis, Lexington, Charlotte, Indianapolis, Oklahoma, Orlando, Miami, Denver y casi todas las principales localidades de Arizona y California: Phoenix, Tucson, Nogales, Yuma, San Diego, San Ysidro, Los Angeles, Riverside, San Francisco, San José…
“Si bien todas estas organizaciones criminales trasnacionales mexicanas transportan cantidades al mayoreo de drogas ilícitas a los Estados Unidos, el Cartel de Sinaloa sigue siendo el proveedor más activo”, dice el reporte de la DEA. “El cartel de Sinaloa aprovecha sus recursos expansivos y su dominio en México para facilitar el contrabando y la transportación de drogas a través de los Estados Unidos”, agrega.
Este resultado, después de casi 10 años en los que el Gobierno federal mexicano se planteó “enfrentar con efectividad al narcotráfico y la delincuencia organizada”; periodo en el que, de acuerdo con datos recientemente difundidos por el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, más de 154 mil personas perdieron la vida por el delito de homicidio doloso.
La permanencia de la violencia y del tráfico, de acuerdo con diversos especialistas consultados, es el resultado de una estrategia de sólo descabezamiento de los grupos del crimen organizado que en ningún caso ha continuado con el inicio de investigaciones contra las redes de lavado de dinero y de protección política que los sostienen. El caso paradigmático de esta aproximación, coinciden las fuentes, es el de Joaquín “El Chapo Guzmán”, presunto jefe de la organización del narcotráfico más importante del mundo y cuya serie de detenciones y fugas no han mostrado indicios de afectación del flujo de drogas a Estados Unidos ni han dado pie a más detenciones entre agentes del Gobierno mexicano que las de los empleados del Penal del Altiplano procesados a raíz de su fuga.
La cercanía de la detención de “El Chapo” en Sinaloa con la del ex Gobernador coahuilense Humberto Moreira en España, cuya fiscalía lo acusa de lavar dinero del narcotráfico, también evidenció otro rasgo que los expertos consultados consideran característico de la estrategia mexicana y de su fracaso: mientras que la recaptura motivó aplausos y abrazos en el gabinete del Presidente Enrique Peña Nieto, alrededor del arresto del ex dirigente nacional de su partido se pidió “no adelantar juicios”.
“Una de las principales fuentes del fracaso es el Estado de Derecho, el endeble Estado de Derecho y, de nuevo, la fuga de El Chapo es un ejemplo: no hay una explicación clara de qué fue lo que pasó”, dice Ximena López Arzate, integrante del Centro de Investigación para el Desarrollo (Cidac).
“Sospechamos que no fue una falla de infraestructura, pero al final no hay sabemos qué salió mal; y pasa lo mismo en general con la estrategia antidrogas (…) es un tema de corrupción en general”, agrega.
“CUESTIONAR EL PROHIBICIONISMO”
Diferentes análisis académicos en México han advertido el fracaso de la estrategia de enfrentamiento armado a grupos del narcotráfico iniciada en el sexenio de Calderón. En “La política de drogas en México 2006-2012: Análisis y resultados de una política prohibicionista”, la investigadora del Programa de Política de Drogas del Centro de Investigación y Docencia Económica (CIDE), Laura Atuesta Becerra, enlista una serie de deficiencias en la decisión calderonista, desde un desequilibrio en el enfoque que priorizó la “prohibición” por encima de la prevención y atención a las adicciones, hasta un problema general de impunidad.
“No hay una política de drogas integral. Existen programas con poca cohesión y con una inclinación clara a privilegiar la represión. Esos programas no están diseñados de forma que puedan ser evaluados, ya que en su mayoría o no contemplan indicadores de éxito o los indicadores miden en realidad acciones, no resultados”, es una de las críticas.
Otra es que hubo un incremento presupuestal para los cuerpos “represivos” del Estado que se ha ejercido de manera poco transparente y casi “imposible” de monitorear; hubo también afectaciones en la economía, dice, en la competitividad electoral, éxodos poblacionales y un “claro y marcado incremento” en las violaciones a los derechos humanos por parte de las corporaciones encargadas de aplicar las leyes prohibicionistas.
“Los cambios legales tendieron a erosionar derechos fundamentales, centralizar la política criminal y establecer un régimen de excepción expansivo que dota de mayor discrecionalidad a las instituciones encargadas de procurar y administrar justicia”, dice.
Al final, cierran las conclusiones, la denominada “guerra contra las drogas” saturó y colapsó el sistema de procuración de justicia, aumentando la cantidad de detenidos a quienes, una vez ante los tribunales, no se les probaron los cargos.
“Dado el aumento de averiguaciones previas después de declarada la ‘guerra contra el crimen organizado’, y la poca proporción de éstas que terminaban ante un juez, la política de drogas tuvo un efecto contraproducente en la capacidad de investigación, saturando el sistema judicial. Esta ineficacia en la procuración de justicia incrementó la impunidad”, agrega el reporte.
Otra investigación académica que cuestiona la decisión calderonista es “Gobernar con el Miedo. Lucha al narco en México 2006-2012”, del académico del Instituto Nacional de Ciencias Penales (Inacipe), Martín Gabriel Barrón Cruz, para quien Calderón recurrió al discurso de “lucha” contra el crimen organizado con el fin de lograr la legitimación que, considera, no obtuvo en las elecciones. La estrategia, dice Barrón en su investigación, “se sirvió de la generación del miedo en la sociedad mediante una política de enfrentamiento vertical a ciertos grupos de la delincuencia organizada”.
En ese contexto, agrega, las Fuerzas Armadas se convirtieron “en el actor principal de la ‘lucha’ contra el narcotráfico, desplazando a las fuerzas policiales”, decisión que terminó instaurando una “visión militarista de la seguridad pública” que, entre otras consecuencias, considera como “amenaza” cualquier crítica al Estado.
“Militarizar la realidad social conlleva, entre otras cosas, a que los problemas económicos y sociales como la pobreza, la miseria, la marginalidad; los problemas de salud y alimentación; los problemas de educación y administración de justicia; todos, en la medida que cuestionan el funcionamiento del Gobierno y del poder, se asumen como subversión”, dice.
“Producto de la ‘lucha’ desenfrenada y de la ‘obsesión por la seguridad’ de Calderón, hoy los mexicanos somos considerados, bajo un eufemismo, ‘víctimas colaterales’. Esto quiere decir que ya no somos concebidos como ciudadanos por las autoridades. Somos simples ‘residuos humanos’ de los cuales se puede prescindir impunemente. Es así como el Estado ahora, en lugar de defender a sus ciudadanos, incluso los priva de la vida, en aras y bajo el argumento de pretender resolver un problema mayor”, agrega.
El combate al narcotráfico contó con el apoyo del Gobierno de Estados Unidos que, desde 2008 y a través de la Iniciativa Mérida, empezó el envío de alrededor de mil 600 millones de dólares a México para labores de combate al narcotráfico y al crimen organizado.
Y es precisamente este país, dice Barrón, el origen de la “visión militarista” de la seguridad pública que se ha venido imponiendo cada vez más en México. Una de las explicaciones, dice, es que Estados Unidos encontró en la seguridad pública y el combate al narcotráfico las nuevas asignaciones a las Fuerzas Armadas de América Latina al término de la Guerra Fría. Así ocurrió con las misiones de combate al terrorismo en otras regiones, explica. Eso, agrega, con el propósito de mantener la venta de armas de ese país –“la primera economía de guerra del mundo”– tanto a civiles como a las autoridades del hemisferio, lo cual quedó evidenciado con el envío de armas a México a través del programa “Rapido y furioso”.
La “visión militarista”, agrega Barrón Cruz, es también una manera de administrar el negocio del narcotráfico. “Por un lado hay un discurso de combate; pero, por otro, un control de quién produce, compra y vende. A pesar de los decomisos, incluso los propios informes de Naciones Unidas muestran que la producción de drogas se mantiene estable; cada día surgen nuevas drogas sintéticas y la producción de otras baja, pero los precios permanecen estables desde 2007. Se puede decir que no importan los decomisos, la producción y venta se mantienen. Son, digamos, decomisos que formarían parte de las pérdidas aceptadas de la producción del narcotráfico”, plantea.
En un amplio análisis sobre la militarización de las seguridad pública en México publicado desde 2003, Barrón considera que otro factor en el contexto de esta nueva ocupación de las Fuerzas Armadas es el modelo económico neoliberal y la profundización de las desigualdades sociales.
“Y, para controlar los posibles desórdenes que éstas provocan, se recurre a controles militares, paramilitares o bien policiales para contener cualquier posibilidad de ‘desgobierno”, dice el texto.
Atuesta coincide en que la guerra contra el narcotráfico en México deriva de una “visión” impuesta por Estados Unidos, que desde finales de la década de los años 60 determinó combatir ciertas sustancias y definirlas como las principales enemigas de la población, por lo que empezó la persecución en Perú, luego en Colombia y luego en México.
Pero los resultados, menciona la investigadora, en coincidencia con los demás entrevistados, es que el consumo no se ha eliminado, los grupos criminales persisten y la violencia se ha elevado a extremos que obligan a cuestionar si la prohibición es la política correcta.
“El mercado de las drogas produce ganancias exorbitantes, y seguirá existiendo en la medida que exista la demanda”, explica Atuesta en entrevista.
“Entonces, por más que descabecen los cárteles, por más que detengan a los capos, otras personas estarán involucradas, porque produce demasiadas ganancias (…) Esto debe hacernos cuestionar si el prohibicionismo es la política que realmente debemos estar implementando”, plantea.