El 22 de mayo pasado, en el Rancho El Sol, situado en Tanhuato, Michoacán,
y en un área limítrofe con Jalisco, un enfrentamiento entre federales y un
supuesto “grupo armado”, como plantearon las autoridades federales, dejó un
saldo de 42 hombres muertos, tres más detenidos y un policía federal caído. El
tiroteo se dio en el marco de la llamada “Operación Jalisco” y luego de que,
según la versión oficial, los propios pobladores de la zona denunciaron
extorsiones, invasiones de predios, secuestros y asesinatos presuntamente
realizados por miembros del Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG).
Monte Alejandro Rubido García, titular de la Comisión Nacional de Seguridad
(CNS), explicó entonces que el enfrentamiento se prolongó por tres horas, pues
los presuntos delincuentes comenzaron a atacar “con intensidad” e incluso se
pidió apoyo tanto terrestre como aéreo.
Sin embargo, cuando las familias de los muertos, la mayoría originarios de
Ocotlán, Jalisco, comenzaron a recoger los cuerpos en el Semefo de Morelia,
dieron cuenta de que los cadáveres presentaban huellas de tortura: estaban
mutilados, destrozados, calcinados e incluso algunos tenían el tiro de gracia,
dicen… Algunos de ellos ni siquiera sabían portar armas, eran hijos y esposos
de familias pobres que fueron a ese rancho a trabajar.
Las madres y padres, hermanas y hermanos, que vieron las primeras
fotografías de los muertos en redes sociales, corroboraron en los cuerpos de
sus familiares muertos una violencia extrema que, aseguran, responde no a un
enfrentamiento, como dijeron las autoridades, sino a una masacre. Sin embargo,
ninguna autoridad, ni siquiera la Comisión Nacional de los Derechos Humanos
(CNDH), ha hecho caso a sus reclamos por esclarecer el hecho y “limpiar” el nombre
de los muchachos.
Ellos califican ese hecho como una “matanza” y señalan al Gobierno federal
como responsable de un exceso que derivó en la muerte de personas inocentes.
Estas son sus historias…
Ocotlan, Jalisco, 3/Ago/2015 .– El 10 de julio, María
Villa Reyes se levantó temprano, compró un kilo de frijol y 20 pesos de
tortillas. Ese día, su nieto Héctor de Jesús Arana Hernández cumplía 20 años de
edad. Coció lo frijoles y luego los guisó con manteca de puerco, reunió a sus
hijas, nietos y amigos y se dirigió al cementerio.
Con música, flores, globos y llanto, Doña María, de 60 años, celebró el
cumpleaños de su nieto al que crió desde pequeño como un hijo. “El Ticua”, como
le decían, estudió hasta primero de primaria, apenas sabía leer y escribir. La
pobreza extrema lo marcó desde el primer día. No tuvo muchas opciones. Era
lavacoches, albañil, pero sobre todo jardinero.
Un día le dijeron que cerca, en el Rancho El Sol, ubicado en el kilómetro
370 de la autopista México-Guadalajara, entre Tanhuato y Ecuandureo, Michoacán,
necesitaban trabajadores. La propiedad de 102 hectáreas, requería mantenimiento
y un par de contratistas andaban buscando todo tipo de mano de obra en esta
zona. Algunos de sus amigos, también se animaron a irse. Él no se lo pensó dos
veces. La precariedad económica en la que vivía su abuela, sus tías y su propia
madre y hermanastros, le hizo decidirse rápidamente.
–Nos vemos pronto, mamá Mary–, le dijo a su abuela y le pidió un favor:
“Écheme la bendición”. Luego, le dio un beso de despedida.
Esa fue la última vez que lo vio sonriendo.
Durante dos meses le llamó continuamente por teléfono, hasta que el 22 de
mayo su hija pequeña le dio la peor noticia de su vida: “Ha habido una matanza
en el Rancho El Sol y dicen que hay muchos muertos”. Doña Mary soltó un grito
desgarrador desde lo más profundo de su ser.
Las imágenes empezaron a aparecer en la televisión y la Internet. Su hija,
la madre de Héctor de Jesús, le mostró una fotografía que dio la vuelta al
mundo: su nieto, ensangrentado, sin camiseta, sin dientes frontales, con los
brazos rotos, estaba muerto.
Las huellas de tortura que se apreciaban a simple vista en la fotografía
fueron confirmadas luego en el Servicio Médico Forense de Morelia donde, según
cuenta la madre del joven, había 42 cuerpos semidesnudos que fueron colocados
en el suelo, sobre una capa de aserrín, sin refrigeración y sólo con unos
bloques de hielo alrededor para “provocar”.
“Ya vienen por sus criminales”, les dijo un policía, compañero del comando
que había participado en el supuesto enfrentamiento que según el Comisionado
General de la Policía Federal, Enrique Galindo Ceballos, había sucedido durante
tres horas.
Los cuerpos no tenían identidad y aún después de ser identificados por sus
familiares no eran señalados por su nombre. Sólo eran un número. Y según el
Gobierno federal, los 42 no merecían más, porque supuestamente eran “sicarios”
del Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG). “Sicarios” que ahora están muertos
y no podrán contradecir la versión oficial: “Los tenían como unos animales,
tirados en el suelo lleno de sangre. Para ellos, no eran personas con derechos,
eran sólo números. Mi hijo estaba todo golpeado, sus brazos quebrados por la
tortura, sin dientes. No tenía camiseta, ni zapatos. Vi a otros muchachos
desnudos que les faltaban los testículos, otros sin ojos, quemados, con el tiro
de gracia… Eso no fue un enfrentamiento. Fue una masacre”.
Los familiares esperaron tres días para recibir los cuerpos. Fueron
interrogados por varias autoridades. Nunca recibieron atención de la Comisión
Nacional de Derechos Humanos (CNDH), que abrió un expediente y ha guardado
celosamente los resultados; ni mucho menos de la Comisión Ejecutiva de Atención
a Víctimas (CEAV), que antes ni después hizo acto de presencia.
Todos recibieron actas de defunción con datos similares. El enfrentamiento
fue oficialmente a las 8 de la mañana, mientras la mayoría de los
certificados firmados por la doctora Verónica Sánchez Sosa, con cédula
profesional 3149211, señalan que murieron a las 7 de la mañana del 22 de mayo
por “hemorragia profusa” debido a la “penetración de proyectil de arma de
fuego” en distintas partes del cuerpo. Ningún familiar de los fallecidos
recibió los resultados de las necropsias que supuestamente les practicaron a
todos por ley.
Los ataúdes empezaron a llegar como una macabra procesión a este pueblo, en
cuyo cinturón de miseria, están ubicadas las colonias Infonavit Cinco, San
Juan, Mascota, Cartolandia, Cantaranas, Riveras, Ferrocarril, Lázaro Cárdenas…
Durante dos días, una docena de sepultureros, de los dos panteones, vivieron
una jornada extenuante: enterraron a 40 hombres, la mayoría de ellos jóvenes,
incluso a un menor de 17 años.
Hoy 10 de julio, Doña María ha vuelto a este cementerio porque su nieto
cumpliría 20 años. La foto publicada en los medios no sirve para recordarlo,
ella prefiere una imagen donde está sonriendo, otra donde se le ve feliz con su
novia celebrando el amor y una más que uso para los recuerdos que entregó en la
misa con la imagen de San Judas Tadeo.
Los corridos se escuchan en la grabadora. Los muchachos gritan de tristeza.
Ella no habla. Saca su vasija con frijoles y hace tacos sin parar. Todos comen,
todos lloran.
“LIMPIAR” SUS NOMBRES
A doña María le brilla con el sol su cabello negro azabache. Camina por la
calle Libra de la colonia Infonavit Número Cinco y se detiene en una esquina
donde los vecinos han colocado un improvisado altar para honrar la memoria de
los 42 que han sido bautizados como los “Guerreros de Ocotlán”.
Once de ellos vivían en esta colonia. Fotos, flores, mantas, plegarias,
vírgenes, globos, moños negros, santos y un Cristo en la cruz, enmarcan el
lugar que además cuenta con una urna para recibir cooperación a fin de
conseguir construirles una especie de capilla. Aquí les rezan el rosario,
aunque en estos días, en la iglesia San Pedro, el sacerdote Juan Pablo López
Ramos les ofrece misas gregorianas ininterrumpidas durante 30 días del mes de
julio.
María Elena Robles Loza, de 55 años, tuvo la iniciativa de montar el altar
urbano: “Yo tomé este pedazo para hacer el altar, si me meten al bote, pues que
me metan. Yo pensaba ponerle aquí como un arquito y vidrio”.
Martín Felipe García Pineda, “Drako”, otro de los jóvenes abatidos, se
dedicaba a la lucha libres era y es como su hijo: “Empezamos a pensar en todos
ellos, una hija mía pidió prestado y allí les pusimos las primeras veladoras,
flores y aquí era una navidad, cerraron las calles y esta era una calle
completamente llena de sus amigos… aquí les hicimos su novenario a todos”. El
último día del novenario, las vecinas hicieron dos mil tamales con atole y
convivieron con la música ranchera que les gustaba a los muchachos.
Ocotlán es la capital del mueble. Hay más de 150 talleres y fabricas, pero
los salarios oscilan entre 600 y 800 pesos a la semana: “Me imagino que les
ofrecen un cinco más y para salir adelante ellos buscan la forma… yo no sé, mis
respetos para ellos, y yo los quiero a todos los quise mucho. Son los Guerreros
de la Cinco”.
Comenta que algunos sobrevivientes de los hechos que lograron huir les han
contado una versión muy distinta a la oficial: “Dicen que los agarraron
dormidos, primero los atropellaron y ya después que los hincaron, que les
dieron el tiro de gracia. Fíjese, “Drako”,estaba abajo de una palmera
cuando lo entregaron, estaba todo quemado con el brazo casi desprendido,
quemaron a seis arriba de una camioneta, dicen que les echaron ácido y otros
dicen que con un lanzallamas”, dice al señalar que a “Drako” lo reconocieron
sólo por un tatuaje.
Añade: “Fíjese el ‘Ticua’ apenas el viernes cumplió 20 años. Le
sacaron su ojo casi salido y luego toda esta carne de aquí caída, su
brazo todo así quebrado, sin dientes, todos sus dientes quebrados ¿Eso qué
quiere decir? La tortura. No traía ni una bala, ni un solo balazo traía el
muchacho. Lo mataron a pura tortura… a otros como que les dieron aquí y les
volaron todo el pedazo de cara”.
Y sigue hablando: “Hay matones a sueldo y les dan una segunda oportunidad.
¿Por qué a ellos no les dieron una segunda oportunidad? Ya los agarraron, ya
los tienen, vamos a llevarlos presos, si algo debían… pero con vida. Tanta cosa
que les hicieron… A los tres que quedaron vivos ya los llevaban y les decían:
‘Los agarramos como pollitos, hijos de su…’, así les dijeron. ¿Cómo ve? Esas
son ejecuciones ¿Enfrentamiento? De este lado eran 50, de ellos, 100… ¿Por qué
cayeron mas de este lado que del otro que eran más muchos?, del otro lado no
hubo nada de bajas”, dice al señalar que una parte de jóvenes abatidos tenían
balazos en la espalda porque les aplicaron la “ley fuga”.
Sobre los policías federales que participaron en el operativo, insiste:
“Ellos no son dueños de la vida de los muchachos, el único dueño es Dios. Si
los habían agarrado su deber y obligación como gobierno, era meterlos presos, nada
más, no tenían por qué ejecutarlos”.
El altar es visitado por los familiares. Y una mujer, la interrumpe: “A mi
hermano le dieron tiro de gracia. Los cobardes, son unos cobardes. ¿Qué merecen
esos policías? Lo mismo que ellos hicieron. Yo estoy pidiendo justicia para
todos”.
Su hermano Rafael Esqueda Valle tenía 35 años, sus hermanas han venido a
visitar el altar, viajan en moto, una de ellas con un bebé en brazos: “Fueron
muy crueles, los torturaron y luego los ejecutaron. Si hubiera sido un
enfrentamiento no hubieran matado a 42 y supuestamente un solo policía”, dice
Claudia, al criticar que los cadáveres no estuvieran en un cuarto refrigerado:
“El gobierno quería entregar los cuerpos descompuestos para que no viéramos lo
que les hicieron. Mi hermano tenía el tiro de gracia. ¿Cómo no lo íbamos a
ver?”.
Rafael era vendedor de churros. Tenía esposa y dos hijas. Un vecino, le
comentó sobre las oportunidades de trabajo para el mantenimiento del rancho “El
Sol”: “Él se fue ilusionado a trabajar, porque aquí ya no salía para la comida
con los churros… los torturaron, fue una masacre. Muchas familias no están de
acuerdo que haya pasado esto. Son crímenes”.
Dice que esto, fue muy diferente al enfrentamiento entre la Policía Federal
y supuestos miembros del Cártel Jalisco Nueva Generación que se registró el
pasado 19 de marzo en este mismo pueblo, con saldo de cinco federales, cuatro
civiles y dos sicarios muertos: “Eso sí fue un enfrentamiento, pero en este
caso no, fue una masacre”.
Indignada pide que se investigue a los policías federales que “torturaron y
ejecutaron a los 42”.
“Aquí la justicia vale para pura fregada, como dicen. Todo está vendido”,
dice mientras acaricia la foto de su hermano que en la imagen usa sombrero
ranchero y está sonriendo.
Y ambas refutan la versión del gobierno de que los 42 eran sicarios del
CJNG. Entre los familiares de los fallecidos reconocen que tal vez el dueño del
rancho o el patrón, estaban relacionados con ese grupo criminal, e incluso,
alguno de los abatidos, pero aclaran que la mayoría de los muchachos eran
trabajadores, la mayoría muy pobres. Por eso, ambas exigen “limpiar sus
nombres”.
El altar a los 42, fue colocado justo atrás de la zona de tolerancia, muy
activa durante la noche. A pesar de los giros negros y la inseguridad,
coinciden en señalar que los jóvenes eran los guardianes del barrio y cuidaban
las calles para evitar robos.
GUERREROS DE OCOTLÁN
Hoy, como todos los días desde el 25 de mayo, Angélica Moreno Mejía de 36
años, ha ido colocando las fotos, luego las veladoras y las oraciones que
recuerdan a cada uno de los 42 muertos en Tanhuato. Junto a María Elena
decidieron construir con cemento el altar.
Y coloca una veladora frente a la foto de su sobrino, Mario Alberto
Valencia, alías “El Pelón” quien fue militar y tenía 22 años: “Ellos fueron a
limpiar el rancho de zacate, a muchos los llevaron como albañiles, jardineros,
carpinteros, plomeros, electricistas… otros eran policías o militares como mi
sobrino, pero no hay trabajo, muchos no sabían en lo que andaban”.
Los padres de Juan Enrique Romero Caudillo han venido a traerle flores y
globos, porque hoy 14 de julio es su cumpleaños y han colocado una manta con su
foto y la imagen de San Judas Tadeo.
“Aquí les traen sus refrescos, jugos, su vino, su tequila, su cerveza. Y
aquí es bien aceptado. Mucha gente viene, los vienen a ver les traen sus
botellitas, su agua, sus dulces. Aquí todo se deja”.
–¿Cómo ve que les hagan un monumento? ¿Por qué?
–Yo siento que es porque dice el gobierno que fueron delincuentes, yo
siento que vale mucho más la vida de esos muchachos. Vamos a decir una cosa.
Ellos cuidaban a Ocotlán… me imagino que un delincuente no cuida, al contrario,
protegen”.
Añade: “Sí me duelen los muchachos, estaban chicos, eran mis amigos, era
como me dolían más como los hicieron. Queremos justicia para ellos, aunque
fueran delincuentes, no es justo de matarlos así… Muchos los entregaron
selladas las cajas, sin dejarlos que sus familiares los vean… Pero unos las
abrieron y les vieron la cara quemada, los quemaron, les mocharon los cuerpos,
sus partes… No es justo los torturaron bien feo, les enterraron varillas en el
estómago. Está mal eso que hicieron con ellos, es una salvajada. Esperemos en Dios,
porque Diosito no se queda con nada y vamos a esperar la mano de él… Les
decimos ‘Los Guerreros’, porque siempre pelearon. Para nosotros van a ser
‘Guerreros de Ocotlán’. Vamos a seguir defendiendo a los muchachos”.
Al caer el sol, Angélica va recogiendo las fotos y todos los objetos
colocados a su alrededor durante el día por sus familiares y amigos. A la
mañana siguiente, los vuelve a colocar. Y así, todos los días, está decidida a
seguir montando el altar, hasta que consigan dinero para cerrar la construcción
con cemento y vidrios.
La policía pasa constantemente por el lugar. Desde que sucedió el operativo
en el rancho “El Sol” la vigilancia del lugar se ha identificado y los vecinos
se quejan de detenciones arbitrarias y de robos de celulares y efectivos por
parte de los uniformados.
Los jóvenes siguen en esta esquina como punto de reunión. La mayoría de
ellos desempleados, sin posibilidad de ingresar a la universidad. No hay
parques, tampoco centros deportivos.
Por la calle Violeta, los moños negros en las puertas identifican los
hogares enlutados. Josefina, mejor conocida como Doña Pina, atiende una pequeña
tienda de dulces. Tiene la mirada triste y está en pleno duelo por la pérdida
de dos nietos: Carlos “El Chino” García González y Daniel “El Cache” Galván
González, de 24 y 21 años, respectivamente.
Les ha puesto un altar con San Judas Tadeo y sus fotografías. Todos los
días les enciende una veladora y les reza un rosario. Ella los crió como hijos,
aunque son de Claudia González, su hija mayor. Extraña sus voces, su presencia,
sus abrazos. Llora.
“Anoche no pude dormir, pensando cosas. Se me revela como los torturaron,
como sufrieron. Su mamá, Claudia también está muy mal, yo le doy mucho valor
porque está en depresión. Yo le digo: ‘No le des tantas vuelta. Nosotros vamos
a buscar justicia’. ¿Cómo se va a quedar así esto que hicieron? Fueron
crímenes, que paguen los policías asesinos, que los metan a la cárcel. Cuando
hay un enfrentamiento mueren de un lado y del otro. Aquí fue masacre”.
Hasta aquí llegó el cortejo fúnebre para entregarle los dos ataúdes. Los
veló en esta casa. Durante 12 horas llegaron decenas de amigos y familiares.
Las cajas venían selladas: “Fue para que no viéramos lo que les hicieron. Pero
algunos abrimos las cajas. Estaban muy destrozados. Uno tenía un tiro de gracia
y el otro en la espalda. La esposa de uno de ellos lo reconoció por los dientes
porque la cara la tenía reventada y no pudo ver el tatuaje que tenía en la
mano. Hubo madres que los conocieron por el pelo, otros por los dientes, porque
había muchachos quemados, sabe Dios si los quemaron vivos o muertos. Me dijeron
que los agarraron dormidos como a las siete de la mañana”.
Indignada añade: “Todos en Ocotlán estamos enojados. ¿Por qué si fue el
gobierno, les dejaron hacer eso a la Policía Federal? ¿Por qué no los
detuvieron y los metieron presos?”.
Su hija Sandra González interviene: “Se supone que esa gente está
preparada, pero lo que hicieron es propio de delincuentes, torturar y ejecutar
a estos muchachos, unos eran menores de edad, niños. Todos pobres, todos
trabajadores. Mis sobrinos hablaron diciendo que iban a venir y de repente ya
no entraron las llamadas, como que les quitaron los celulares y es cuando ya no
supimos nada de ellos”.
A veces, Doña Pina habla de ellos en tiempo presente, luego cuenta como era
Carlos: “Era muy noble, le gustaba estar entre nosotras, comiendo. Era muy
amistoso con toda la gente y Daniel era más serio, más apartado, pero muy
cariñoso. Estudiaron la primaria, luego ya no quisieron ir a la secundaria y
como somos muy pobres se pusieron a trabajar de obreros, aunque el trabajo se
acabó. Aquí no hay mucho empleo, ni nada qué hacer, por eso hay tanto niño
echado a perder”.
“EL TICUA”, JARDINERO
La imagen de Héctor de Jesús Arana Hernández, mejor conocido como “El
Ticua”, difundida luego del operativo en el rancho “El Sol” ubicado entre
Tanhuato y Ecuandureo, no se parece a las fotos que su madre tiene colocadas en
un improvisado altar.
Pero esa foto publicada en los medios, redes sociales y en videos, la
atormenta cada día. Allí aparece con el rostro desfigurado, sin dientes, con un
ojo dañado, con los brazos visiblemente quebrados, ensangrentado. Es una imagen
recurrente que se le aparece en pesadillas.
Para su madre, María de Sanjuán Hernández Villa, su hijo tiene un rictus de
dolor provocado por la tortura: “No tenía dientes, con el ojo salido. Unos que
se libraron, que se escaparon y dicen que mi hijo ya la iba a librar, que se
subió a una palmera y lo alcanzaron a ver y que una camioneta blindada lo
agarró. Fue el gobierno, empezó a agarrar de dos en dos. Los torturaron, los
empezaron a golpear, dicen que a uno le cortaron los testículos a un
muchachillo los ojos…”.
A diferencia de otros cuerpos que presentaban impactos de bala en la
espalda, su hijo tenía el rostro desfigurado y muy dañado su cuerpo: “Con su
brazo todo volteado y esta parte desprendida, mi hijo no tenía balazos…” María
de Sanjuán se aferra a la imagen de su hijo en vida, muestra la foto: “Él
tenía su cara bonita, su cara afiladita, nomás quedó todo deforme, sin dientes,
sus dientes bien salidos, sí lo torturaron. En la parte del pecho se le ve así
como quemado. Y dicen que es de lo mismo que lo arrastró la camioneta”.
Y añade: “Fue una matanza. Estaban dormidos en sus habitaciones, están así
con ropa, mi hijo no traía ropa, ni zapatos. Lo torturaron. Sabrá Dios qué
tanto les harían, desde a que horas empezarían a hacerles eso a los pobres… Que
se haga justicia con lo que hicieron con ellos. Yo tenía un video, pero ya no
está, en esa imagen se veía bien clarito las placas de los policías que andaban
ese día”.
Dice que nunca habló con funcionarios de la CNDH ni la CEAV, que ninguna de
las dos instituciones de atención a víctimas les hizo caso: “Aquí no ha venido.
Supuestamente andan diciendo que quitaran los moños de las casas, que porque
iban a venir a investigar a los familiares. Dije yo, pues de tontos vienen”.
Indignada insiste en que su hijo andaba trabajando en el rancho: “Él era
noble, no era grosero con la gente, era muy tranquilo. Trabajaba en un vivero y
ya después de allí se salió… luego ya no supe, porque él estaba con mi mamá.
Tenía como tres meses que no lo veía”.
Tiene cinco hijos más de diferentes padres y se lamenta el poco respeto que
le han dado a su dolor: “La gente dice que bueno que murieron así porque eso se
merecían. Yo digo que no, tampoco eso está bien. Hayan lo que hayan sido no
merecían eso. Si ya los tenían rodeados para qué, pues mejor llevárselos. Si no
querían que estuvieran en malos pasos pues encarcelarlos, para qué hacerles
eso…. La gente me dice ni lo quería para que lloras. Pero la gente qué sabe. No
se crió conmigo, pero pues sí me duele”.
María de Sanjuán llora y sigue llorando, intenta encontrar consuelo, pero
no logra comprender la razón por la cuál un operativo gubernamental de
seguridad terminó con la “ejecución” de 42 jóvenes.
El general Enrique Galindo, Comisionado de la Policía Federal, ha insistido
en señalar que se trato de un enfrentamiento con integrantes del crimen
organizado y no una ejecución: “Definitivamente no tenemos ninguna aproximación
a lo que haya sucedido en Tlatlaya. Aquí hubo un enfrentamiento demostrado… no
hay ninguna ejecución después del enfrentamiento”.
Pero los testimonios de los familiares que revisaron los cadáveres de los
jóvenes señalan otra cosa. Todos coinciden en afirmar que se trató de una
masacre y explican que los cuerpos tenían huellas de tortura. Para la abuela
que crió a Héctor de Jesús Arana Hernández “El Ticua” fue definitivamente una
“carnicería”.
Vive en extrema pobreza en una casa de renta en la colonia San Juan. La
ropa y las cosas de su nieto siguen intactas. Abre los cajones y saca un
cobertor que tiene en una bolsa guardado, camisetas, tenis, fotos y otros
objetos. Llora. Dice que no los quiere reglar porque son de él. Y muestra su
altar.
Cada día le coloca un vaso de agua frente a su fotografía, un vaso que,
dice, a veces se cae solo y que aparece con menos agua: “Siento su presencia,
yo se que él no ha descansado y espera justicia”.
“Mi nieto estaba bien martirizado con sus brazos bien torturados, su boca
sin dientes y su ojo brotado. Estaba sin camisa, con su puro pantalón, descalzo
y como quemado uno de sus brazos”, dice sin poder continuar por el llanto. Se
repone y continúa.
“Me enseñaron un periódico donde salía su foto. Trabajaba en el vivero, fue
a trabajar en el rancho para arreglar el jardín. Él era muy bueno. Trabajó
desde muy chiquillo, todos lo querían bien mucho”.
Comenta que en el cementerio un vigilante les dijo que se escuchaban
gritos, llantos de los muchachos y que por favor les hicieran misas para buscar
su descanso.
“Enfrentamiento no fue, qué casualidad que todos muertos, 42 personas y
todos al igual como mi nieto, todos martirizados, todos torturados, aunque lo
digan así, esto fue una masacre”.
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