México es un país violento. Lo afirman las cifras.
Allí está la medición integral que hace el Índice de Paz y también los datos
que el mismo gobierno proporciona a través del Sistema
Nacional de Seguridad Pública .
Esa violencia nos
distingue negativamente afuera. Ahí esta el warning estadunidense
que recomienda no viajar a ciertas zonas de nuestro país o hacerlo con
precaución. Nuestra violencia nos marca y tristemente, hasta nos define. Es un
estigma vergonzoso que impide la llegada de mayores inversiones y que carcome
nuestra imagen internacional.
Esa
realidad no le gusta a nuestros políticos. Por eso insisten en negarla cada que
pueden. Por eso su discurso triunfalista y mentiroso. Pero a pesar de su cara
dura, las cifras siguen allí, inmutables. Tan frías como los miles de muertos que
venimos acumulando desde hace varios años como consecuencia de muchos factores.
A esa misma realidad la
validan otras cifras, las de la percepción ciudadana. Según la última Encuesta de Víctimización del INEGI realizada en 2014, 7 de cada 10 mexicanos se
sienten inseguros (73.3%).
Pues bien, esa violencia
no es causa sino efecto. Una consecuencia que nos costó al país la friolera de
3 billones de pesos durante 2014 según el Índice de Paz del Instituto para la Paz y la Economía de Nueva York. Un costo
que equivale a 17.3% del PIB y que es resultado de un problema complejo, grande
y añejo como lo es el crimen organizado mexicano. Ese negocio que se estima en
los 40-50 mil millones de dólares.
Ante
ese problema complejo, nuestros abordajes de política pública parecen una
caricatura. Seguimos en la lógica militar para operaciones de prevención y
contención civil. Le encomendamos al ejército tareas que debería cubrir la
policía. Seguimos capturando “objetivos estratégicos” -o sea capos, que luego
se nos escapan en cuestión de segundos de penales de máxima seguridad. Ya que
se cansaron de gozar de privilegios increíbles como puntos ciegos, pantallas de
televisión o visitas de diputadas locales.
La
política pública actual de seguridad fracasa en los dos frentes básicos: ni
reduce los delitos, ni administra justicia. No es secreto que los índices de
impunidad rondan el 98 por ciento.
La estrategia no
funciona, por aparatosa y cara que resulte. Ahora vemos como el número de homicidios
ha dejado de reducirse y la tendencia se estaciona. A este paso volveremos a
tener 20 mil muertos este año y al final del sexenio Peña Nieto compartirá el mote con Felipe Calderón. En 2018 esos 100 mil serán “los
muertos de Peña Nieto”.
Entonces,
¿cómo abordar el problema?
Me
parece que la violencia que nos atormenta tiene dos causas muy concretas: el
mercado ilegal de las drogas y la corrupción institucional.
Primero.
Que el narcotráfico y sus variadas diversificaciones criminales es un problema principalmente
económico es tan obvio que se nos olvida.
Confundimos
nuestro problema de crimen organizado con nuestros problemas de adición a las
drogas. Son problemas de naturaleza tan diferente, que creemos ilusamente que
detrás del consumo de drogas hay un problema de valores, cuando lo que hay es
un asunto de salud pública. Y creemos también, con cierta negación, que detrás
del comercio de drogas solamente hay un problema de seguridad, cuando lo mas
importante es su raíz económica.
El
narco mexicano es un problema complejo de origen económico que involucra
conceptos y realidades en otras esferas, como los mercados negros, los vacíos
de poder y la falta de oportunidades para la movilidad social en diversas
regiones geográficas y en diversos estratos socioeconómicos de la población
mexicana. Un problema complejo que precisa de abordajes multidisciplinarios,
sofisticados y sustentados en información surgida de la academia y la evidencia
empírica.
La
drogadicción, en otro sentido, es un problema de salud pública que debe ser
atacado desde la prevención, la concientización y la rehabilitación. Y en
dirección contraria de la estigmatización y la penalización.
Por
otro lado, y en un contexto más grave y peligroso, está la corrupción
institucional. Esa corrupción que no es parte del sistema, sino el
sistema mismo. La corrupción que surge cuando se han cooptado y pervertido
todos los niveles de autoridad en una jerarquía organizacional y cuando no
existen controles jurídicos que la prevengan, la acoten y la sancionen de
manera ejemplar.
Dicha
corrupción corre en dos vías: desde el comportamiento individual, cuando quien
se corrompe es alguien con gran nivel de responsabilidad, lo que provoca que su
estructura relacionada se corrompa también. Y desde la dinámica institucional,
es decir, cuando no hay manera de pertenecer o funcionar dentro de la
estructura sin corromperse.
De acuerdo con las
cifras más recientes de Transparencia Mexicana,
somos uno de los países mas corruptos del mundo al ocupar el lugar 103 de 175.
Y cuando esa corrupción
degrada, precisamente, a los cuerpos encargados de la seguridad y la
procuración de justicia, entonces estamos ante un problema mayor. La relación
entre esa corrupción institucional y el mercado ilegal es un bucle vicioso cuya
retroalimentación construye y fortalece al estado narco. Son
ambos, causa y efecto de manera simultánea: a mayor tamaño del crimen
organizado que controla el mercado ilegal, mayor necesidad de una estructura
institucional corrupta en quien apalancarse. Y así sucesivamente.. hasta
apoderarse del estado completo.
No exagero. Basta con
ver ciertas zonas del país donde no puede darse un paso en ninguna esfera de la
vida pública sin que el crimen organizado controle, intervenga, autorice o ya
de plano, extorsione. Regiones donde el crimen controla lo mismo el comercio
que la política: ¿le suenan Tamaulipas,Michoacán, Guerrero o Sinaloa?.
Estamos ante un estado
mafioso que crea y consolida una especie de gobierno paralelo. Esa otra autoridad que los habitantes de las zonas más
pobres del país tienen tan clara que para arreglar sus problemas acuden con el
capo local en lugar de con el Alcalde. Zonas donde la policía sirve al cártel
dominante y no a los ciudadanos.
Es tiempo ya de
abandonar el simplismo y los tabúes que nos dominan sobre el consumo de drogas,
su producción y su tráfico. No podemos seguir en la esquizofrenia de tener un
consumo legal mientras penalizamos toda la cadena de suministro. Es la
coyuntura perfecta para fortalecer los mercados negros, sobre todo en un país
donde el estado es débil y corrupto como México.
Urge
poner en la mesa del debate y la discusión pública otras alternativas más
cercanas a la regulación del consumo y más alejadas de la visión
prohibicionista norteamericana.
Estoy
seguro que ese primer paso no vendrá de las autoridades, incapaces de caminar
sin calcular el costo electoral que un tema tan polémico como éste pudiera
generarles. Por eso apuesto a que esa conversación surja desde la sociedad
civil, la academia y los medios de comunicación.
Es tiempo de tomar
postura y repensar el narco en
sentido amplio. La comodidad de la indefinición ya no alcanza, solo sirve para
prolongar el status quo. Un estado de cosas
donde los muertos son, en su mayoría, jóvenes sin oportunidades ni educación.
Jóvenes encontrados por las mañanas en las periferias de la ciudad, con cinta
canela en las manos y algún mensaje como compañía. Jóvenes que a esa hora
deberían estar estudiando.
Jóvenes que mueren a
diario con un tiro en la nuca, mientras los políticos hacen negocios con el
narco y los ciudadanos seguimos en la hipocresía moralina de prohibir que se
fumen un “churro”.
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