Un bonito ejercicio para estos días es repasar la letra del Himno Nacional mexicano mientras se piensa en las ejecuciones de Tlatlaya. Tal vez te pase como a mí y esa canción sea una de varias (junto con "Las mañanitas" y "Mi primer millón") que puedes pasar el resto de tu vida sin escuchar y morirías feliz. Pero por alguna razón la he estado recordando por accidente. En especial, esas partes que funcionan como propaganda para identificarse con los soldados y que buscan hacernos sentir que todos somos milicos en potencia. Casi todo, pues.
Para balancear, hay que reconocer que los himnos de casi todos los países se escribieron con el fin de recordar a sus habitantes las razones que les dieron origen. Y prácticamente la totalidad de los países nacieron a partir de actos de violencia. (¿Se fijan que no dije "todos"?; es porque no me sé de memoria la historia de cada pueblo del planeta, pero apostaría mis córneas a que no hay Estado que haya surgido de otra forma. Sirve que también Hobbes ya las apostó alguna vez). Los himnos nacionales sirven entre otras cosas para hacernos sentir emocionados con el hecho de tirar trancazos o de que otros los tiren por nosotros. Entonces, cuando aparece el peligrosísimo Masiosare, se supone que todos estamos llamados a llenarlo de balas. O cuando menos, a echarle porras a quienes tirarán esas balas, que se espera sean los soldados.
El problema es que Masiosare no se deja derrotar de una vez por todas. Peor: puede cambiar de forma y seguirnos asediando. Cuando se escribió el himno, era el ejército francés. Pero ha llegado a ser muchas otras cosas, sobre todo desde que no existen amenazas de invasiones militares al territorio nacional. Durante décadas, casi siempre que los soldados aparecían en la tele era porque eran enviados a ayudar a los afectados por desastres naturales (huracanes Masiosare). También, un poco más a escondidas, se dedicaban a amenazar, torturar o desaparecer a otros "enemigos de la patria": guerrilleros, estudiantes, líderes políticos de oposición y demás. Con el surgimiento y la expansión del narcotráfico, el Estado mexicano ha encontrado a uno de los masiosares más taquilleros de su historia y a partir de que Calderón lo puso como objetivo del ejército, los verdes le han dado vuelo al trabajo que les fue encomendado por el Himno Nacional. Ya desde antes cometían crímenes como detenciones arbitrarias ("levantones", les dicen ahora) o asesinatos (que hoy son "ejecuciones extrajudiciales"), pero desde 2006 éstos se han multiplicado.
Todo este asunto es conocidísimo, como ha llegado a serlo el caso de Tlatlaya, en el que el ejército asesinó a 22 civiles desarmados, hace más de un año (el 11 de junio de 2014). No se trata, ni por mucho, del único crimen que ha cometido el ejército como parte de la "guerra contra el narco". Ni siquiera del más reciente. Pero hay varios rasgos que lo han vuelto uno de los casos más emblemáticos de crímenes cometidos por fuerzas del Estado. De inicio, la enorme cantidad de víctimas. Súmale el hecho de que, de acuerdo con las investigaciones que se han ido revelando, los jóvenes fueron llevados ahí por los soldados y asesinados contra la pared. De ninguno ha podido probarse que haya estado relacionado con el narco, aunque esto no debería importar (se supone que la presunción de inocencia y esas cosas que en medio de tanta jodidez suenan a cuento de hadas).
El caso Tlatlaya ha vuelto a comentarse en varios medios a partir de que el centro Prodh publicó un informe sobre los hechos. En él, queda claro que las órdenes que recibieron los militares eran de matar a los jóvenes. La Segob trató de ponerse en el papel de lingüista y se puso a discutir que el verbo "abatir" no se refiere a matar; mientras, la Sedena alegó que todo lo hace por "la seguridad de las personas inocentes". Ninguna de las dos cosas tiene sentido. En primera, todos sabemos que "abatir" es un eufemismo de "reventarles la madre". Tan es así que su uso en las corporaciones de seguridad ha pasado intacto al periodismo de nota roja. La afirmación de la Sedena es aun peor y pone en juego varios de los aspectos más dañinos de esta supuesta guerra: si se supone que se puede asesinar a 22 personas para proteger a otras, está saliendo muy cara la medicina. Peor, si las pusieron contra la pared, desarmadas. Lo más cabrón es la afirmación de que eran criminales y debían eliminarlos para proteger a quienes no lo eran, es decir, a "las personas inocentes". El ejército levantó a estas personas y se convirtió en el Poder Judicial para enjuiciarlas y aplicarles la pena de muerte (sólo así, creo, pueden afirmar que no eran inocentes). Todo por nuestra seguridad.
Esta canción de la seguridad, sobre todo con lo que se ha estado usando la palabra desde el 2006 (para los gringos, desde el 2001), ya suena más gastada y anacrónica que el Himno Nacional. Desde que Calderón se estrenó con su guerra, sacando al ejército en Apatzingán, los índices de violencia en el país no bajan (a pesar del discurso oficial), ni mucho menos el volumen del tráfico de drogas, ni otros delitos relacionados con el crimen organizado. Se habla de que los crímenes cometidos en esta guerra contra la población civil son "daños colaterales", algo así como los huevos que hay que romper para hacer un omelet. Esto es de por sí una de las partes más crueles del discurso oficial, pero casos como el de Tlatlaya dejan adivinar algo peor: que la inseguridad es administrada por consigna, con tareas como este asesinato múltiple. Se sabe que los militares actúan siguiendo órdenes y no harían por la libre algo tan serio y aparatoso como matar a 22 personas. Un trabajo así tiene que haber sido ordenado desde muy arriba y cada vez se dibuja con más claridad que así fue.
El sábado pasado los verdes se sacaron de la manga un homenaje al actual Secretario de la Defensa, Salvador Cienfuegos, que supuestamente le dedicaron los generales en retiro. Se trata de un intento muy chafa de legitimarse, luego del informe de Prodh y sus debates pendejos sobre el significado de "abatir". Pero también puede ser una señal de que se les está inundando la casa. Al contrario del caso de Ayotzinapa, que prendió con rapidez en el diálogo público, la masacre de Tlatlaya se ha comportado como una bomba de efecto retardado y, a un año de sucedida, parece más cerca que nunca de provocar una crisis en el ejército y en el gobierno federal. Por lo menos, esta vez al equipo de Quique le va a ser difícil cambiar la percepción de que el ejército (y él mismo) está trabajando para los masiosares.
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