Algo peor que la guerra es un conflicto armado que —como en México— no se reconoce como guerra y que, por lo tanto, no busca los mecanismos de negociación para alcanzar la paz por medio del alto al fuego y la desaceleración de la violencia de manera masiva.“No podemos negociar con el narco”, será probablemente el primer pensamiento que les venga la mente. “Debemos derrotarlos” probablemente será la segundo. Me parece que después de tres sexenios en constante violencia y más de 350.000 muertos, es necesario revisar esas convicciones éticas que nos permitan proponer otras salidas.
Primero, porque el fracaso de la estrategia prohibicionista-militarista se puede resumir en este dato contundente: en 2005, antes de que el Ejército se involucrara en tareas de seguridad pública y se declarara la llamada “Guerra contra las drogas” hubo 9.329 homicidios, mientras que, en 2021, tras 15 años de presencia militar hubo 35.625 homicidios
Segundo, porque la realidad da cuenta clara de que no importa cuánto se gaste en seguridad, ni cuantas nuevas facultades adquieran las Fuerzas Armadas, la constante es que más del 90% de las víctimas no verán a sus perpetradores en la cárcel.
Y tercero, y más importante, porque si no los podemos derrotar y nos negamos la posibilidad de negociar seguiremos en una espiral violenta, sin salida.
Pero ¿Qué significaría negociar? Propondré brevemente tres condiciones básicas para cambiar la correlación de fuerzas por la vía civil; procesos de justicia excepcional, regulación del mercado y gestión de los impactos del narcotráfico.
Los procesos de justicia excepcional han sido utilizados en países con graves conflictos internos en los que su sistema de justicia común ha sido rebasado. Es decir, implica asumir social y políticamente realidades dolorosas: ¿Queremos que todos los que han participado de una forma u otra en este conflicto letal vayan a la cárcel? Sí ¿Es posible? No. Los niveles de impunidad dan clara cuenta de ello. Las instituciones no tienen la capacidad de investigarlos y procesarlos a todos. Tenemos que priorizar.
Ello significaría poner la prioridad penal de persecución del Estado en enjuiciar a los principales responsables de la violencia; autores materiales e intelectuales. Personas cuya captura permita desarticular redes del narco, lo cual incluye, desde luego, a funcionarios públicos corruptos y quienes lavan el dinero que les permite operar. También sería de la mayor relevancia capturar a los responsables de homicidios y masacres, desapariciones masivas y traficantes de armas.
Con los demás involucrados habrá que encontrar otras rutas de integración social pacífica. Después de 15 años de violencia, mucha de “la base” de los cárteles, particularmente quienes siembran, transportan y venden, quieren dejar las armas: están agotados. El narco ya no les paga el dolor que ejercen y viven. Sin embargo, para que lo puedan dejar es necesario regular el mercado de drogas.
El presidente Andrés Manuel López Obrador ha dicho muchas veces que necesitamos atender las causas y paradójicamente a la causa más directa del conflicto: la prohibición no le ha movido ni una coma. Igual que con los mecanismos de justicia excepcional, tenemos que partir de verdades incómodas: el mercado no se va a acabar mientras haya consumo. Ante esta realidad, la prohibición ha demostrado su fracaso, ya que son muchas más las muertes vinculadas al comercio ilegal que al consumo.
En este sentido, lo racional sería probar otras estrategias que aborden el consumo como un problema de salud y no de seguridad. Ello implicaría regular las sustancias para que quien decida consumir sepa exactamente qué está consumiendo y las consecuencias de ello sin estigmas. Y, sobre todo, que el Estado pueda reducir los impactos en la salud de los consumidores y tenga políticas públicas de prevención más eficaces.
Actualmente, los campesinos que siembran drogas o están amenazados para hacerlo o tienen pocos incentivos para realizar otras siembras por las ganancias que obtienen. Regular permitiría diversificar siembras incentivando las de alimentos, buscando que sean ambientalmente sostenibles; y que los productos sean transportados y distribuidos en condiciones laborales justas y de manera legal y segura.
Finalmente, es necesario abordar el tema más doloroso: las consecuencias e impactos sociales que quince años de conflicto armado nos han dejado: desde reorientar las decisiones gubernamentales que han priorizado aumentar el presupuesto al ejército con los consecuentes recortes en otros rubros de desarrollo social hasta atender los traumas colectivos de la violencia pasando desde luego por la necesaria y urgente reparación a las víctimas.
La paz que quisiéramos es casi utópica: un día amanecemos con todos las personas vinculadas al narcotráfico en la cárcel y sin consumidores que fomenten el mercado de las drogas. La paz posible es la que nos permite transitar un camino que, si bien no es el ideal, es sin duda menos letal y violento.
Las elecciones de 2024 son una gran oportunidad de exigir agendas de paz posible.
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