Sus noches las habitaron manadas de poetas que querían ser malditos y bebían café con leche en vasos de cristal mientras discutían sobre la vida, el arte y la muerte; exiliados que se escondían entre las costuras de la capital mexicana y guerrilleros que se perdieron en la corriente de la historia. Aquel convulso Distrito Federal de la década de 1950 era el escenario de una novela de espías, y el Café La Habana uno de los lugares privilegiados de aquella ciudad de vértigo.
Entre los altos techos como de iglesia evangélica de polígono y la cafetera italiana de 1952, anidaron personajes de la bohemia y la literatura, de la guerrilla y la política, el periodismo y los servicios de inteligencia. Se dice que en aquel lugar de encuentros literarios un argentino barbudo de nombre Ernesto, de apodo Che y de apellido Guevara se reunía con un exiliado cubano que buscaba volver a su país a hacer la revolución: Fidel Castro. Que, sentados en las mesas de madera, los dos jóvenes conspiraron la caída del dictador Fulgencio Batista que cambiaría para siempre el rumbo de América Latina.
También se cuenta que frente a los enormes ventanales que vigilan Bucareli, Gabriel García Márquez escribió pasajes de Cien Años de Soledad (1967), que Octavio Paz y Carlos Monsiváis eran clientes habituales o que el café fue un hervidero de españoles que habían huido tras la Guerra Civil. Los poetas infrarrealistas, un movimiento de vanguardia fundado por Roberto Bolaño y Mario Santiago Papasquiaro, lo utilizaron como punto de reunión. Bolaño lo inmortalizó en su novela Los detectives salvajes (1998) con el pseudónimo de Café Quito, y así, a medio camino entre el mito y la realidad, los años fueron pasando hasta que este 2022 ha cumplido siete décadas.
El Café La Habana, famoso por ser el lugar en donde supuestamente Fidel Castro y el Che Guevara planearon la Revolución Cubana.
“El Che y Fidel se reunían aquí [en el café La Habana], porque vivían a ocho cuadras”, defiende Victor García, coordinador del establecimiento, un jueves de julio. “Se sentaban y platicaban al fondo del bar”, matiza. Los alrededores de Bucareli albergaban varias fábricas de puros y se habían convertido en el hogar de una pequeña población cubana, aunque para probar el paso de los dos revolucionarios por el café solo hay testimonios de segunda mano y literatura. El Che llegó a México en 1954 procedente de Guatemala, donde había visto al presidente Jacobo Árbenz ser derrocado en un golpe de Estado promovido por Estados Unidos. Castro arribó en 1955, después de dos años en prisión en Cuba por un primer y fallido intento de revolución. Se conocieron en la calle Emparan 49, en la colonia Tabacalera, y en 1956 partieron hacia la isla. El resto es historia.
Roberto Bolaño escribió en Amuleto (1999) un supuesto encuentro entre la poeta salvadoreña Lilian Serpas y Guevara en el café: “Una noche, esto también me lo contó ella, conoció en el café Quito a un sudamericano exiliado con el que estuvo hablando hasta que cerraron. Después se fueron a la casa de Lilian y se metieron en la cama sin hacer ruido (...) El sudamericano era Ernesto Guevara (...) Puede que fuera mentira (...) En el café Quito, por otra parte, más de uno de los viejos periodistas fracasados había conocido al Che y a Fidel, que lo frecuentaron durante su estancia en México...”. Fotografías de la ciudad de La Habana y de los revolucionarios decoran ahora el bar, además de una placa que los rememora como visitantes ilustres.Vista exterior del Café La Habana, ubicado entre avenida Morelos y Bucareli.
A pocos metros de La Habana se encontraban las redacciones de los principales periódicos del momento, como Excélsior o El Universal, lo que hacía del café una parada habitual de periodistas. Para contrastar, al lugar también acudían diariamente policías y soplones por su cercanía con la Secretaría de Gobernación. La primera vez que la escritora Elena Poniatowska, por esa época cronista de la ciudad, entró al local, había sido citada por el poeta y exiliado español León Felipe. “Era un rumbo donde iban muchos españoles, muchos refugiados de la Guerra Civil, estaban siempre en esas calles del centro”, recuerda por teléfono. “Gritaban mucho y se interrumpían. Los mexicanos pedían café casi rogando al mesero. Los españoles golpeaban la mesa, chocaban los vasos, pasaban allí dos, tres, cuatro horas, y decían que iban a regresar a España apenas muriera [el dictador Francisco] Franco”.
Poetas perdidos en México
Los infrarrealistas les tomaron el relevo a los viejos periodistas y los exiliados españoles. En 1975, Bolaño y Mario Santiago Papasquiaro se conocieron en el café La Habana y junto con otro puñado de jovencísimos autores mexicanos fundaron su movimiento poético, una vanguardia que pretendía “volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial”. Fue una corriente contracultural, enemiga acérrima de escritores consagrados como Octavio Paz. Aunque tuvo una existencia marginal, con apenas éxito comercial —en gran parte por su antagonismo con las élites literarias mexicanas—, el autor chileno los retrató en Los detectives salvajes, su novela más emblemática, dándolos a conocer al gran público. En ella, los protagonistas son Bolaño y Papasquiaro, bajo el pseudónimo de Arturo Belano y Ulises Lima.
El café La Habana se convirtió en su lugar de referencia, un punto de partida para empezar la noche y mantener tertulias sobre literatura hasta altas horas de la madrugada. La poeta infra Guadalupe Pita Ochoa, una de las fundadoras del movimiento y representada en el libro de Bolaño con el pseudónimo de Xóchitl García, lo recuerda así: “Llegábamos cualquier cantidad de jóvenes melenudos, con morrales, muchos libros y que consumían poco. Casi nadie llevaba dinero, a veces solo alcanzaba para un café con leche. Pero no era un lugar para ir a comer, sino para ir a tomar café y fumar, fumar, fumar, y hablar, hablar, hablar... Leíamos poesía en voz alta, versiones libres de traducciones de poetas, o de algún libro expropiado de alguna biblioteca. Era básicamente un lugar de periodistas y de agentes de Gobernación, la policía política… Por eso ahí también iban el Che y todos. Octavio Paz pasaba por allí, pero era demasiado pobre y popular para él. Seguramente fue alguna vez, pero no cuando nosotros íbamos”.Un camarero utiliza la cafetera italiana de 1952 del Café La Habana.
Rafael Catana formó parte de los infrarrealistas en su segunda etapa, cuando Bolaño ya se había marchado a Europa y Papasquiaro quiso darle una nueva vida a la vanguardia. Años después fue también fundador del movimiento musical rupestre. “Eran años muy fuertes, terribles, pero también años de experiencia con la poesía. Estuve varias veces en el café La Habana después de unas manifestaciones, y algunas veces con Mario Santiago. Ramón Méndez Estrada [otro poeta infra] nos citó allí a varios para hacer una revista que se llamaría Con peyote baila el perro, en ese drama de la literatura, de los poetas, de la vida cotidiana, de la revuelta obrera que había en esos años en la Ciudad de México”, evoca.
El periodista, documentalista y escritor Diego Enrique Osorno, llegó al café por primera vez en 2003. Acababa de aterrizar en Ciudad de México para trabajar en Milenio, cuya redacción se encuentra a unos metros de La Habana. “Parecía un café de viejos boxeadores. Recuerdo que había muchos periodistas veteranos del viejo Excélsior, viejos columnistas de referencia. Me fui encariñando con el lugar, se fue gentrificando un poco esa zona y el café se mantenía, medio por la inercia. Todo parecía indicar que lo iban a cerrar o transformar en pinche bar hipster y finalmente le dan como un relanzamiento recuperando la historia no solo de Los detectives salvajes, sino también del Che Guevara y se volvió un café como legendario”.El Café La Habana ha sido visitado por numerosas personas de prestigio.
Años después, Osorno se lanzó en una investigación tras los pasos del desaparecido poeta Samuel Noyola, que documentaría en la película de Netflix Vaquero del mediodía (2019). El autor también había frecuentado La Habana: “Ya era un café entrañable para mí, y cuando empecé la búsqueda no me sorprendió saber que en ese café Mario Santiago Papasquiaro y Samuel habían tenido una cita muy peculiar. Mario Santiago lo vio llegar con botas vaqueras, patrón de mezclilla, hebilla, un atuendo norteño, a una cita alrededor de las 11.30 de la mañana. Habían tomado un café y estaban esperando porque Mario Santiago tenía la regla de no tomar la primera cerveza hasta las 12, y cuando llegó la hora dejaron los cafés y brindaron por el ‘vaquero del mediodía’, el apodo que le puso Mario a Samuel”.
Osorno descubrió Los detectives salvajes durante un viaje a Caracas, Venezuela. Desde entonces, fascinado por el universo de Bolaño y los infrarrealistas, ha buceado entre sus historias como un arqueólogo literario. Pese a su marginalidad, aquel grupo de poetas jóvenes generó una influencia enorme en varias generaciones posteriores de artistas. La cantante, compositora y escritora Patti Smith también se enamoró de la obra de Bolaño. Intentando conocer lo máximo posible sobre el autor, llegó hasta el Café La Habana, y en 2017 realizó un concierto en el lugar ante 200 personas, en honor del narrador chileno.
Como Smith, siguen llegando al café turistas y lectores de todas partes del mundo que persiguen el rastro de Bolaño y el Che, de García Márquez y Paz. Detectives salvajes tras el cúmulo de recuerdos que esconde La Habana: las huellas del infrarrealismo, las revoluciones latinoamericanas, las vanguardias culturales que iban a cambiar el continente, en un lugar donde la historia y la leyenda a veces se difuminan.Una fotografía del Café La Habana en 1999.
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