Quién diría que un restaurante turístico terminaría cruzando medio Golfo, convertido en balsa fantasma. “El Atracadero”, aquel sitio de selfies frente al malecón de Tuxpan, soltó amarras sin pedir permiso y navegó —arrastrado por lluvias e improvisación— hasta Coatzacoalcos. Quinientos kilómetros de travesía para recordarnos que el concreto también flota… cuando el urbanismo se hunde.
Mientras las autoridades hablan de rescate y custodia, la estructura mutilada del restaurante encarna algo más profundo: la deriva de la planeación costera, la falta de previsión ante los embates naturales y la fragilidad de las obras con vocación turística, que se levantan al filo del agua sin pensar en la fuerza del mar.
El Atracadero, con su mitad varada en Los Pinolillos y la otra danzando frente al Holiday Inn, parece una metáfora de Veracruz mismo: partido, arrastrado, pero todavía reconocible en su absurda resistencia. Un recuerdo flotante de cómo la naturaleza, cuando decide exhibir su poder, no necesita pedir citan permiso de las autoridades que con toda laxitud dan permisos.




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