El caso de Gregorio Alfonso Alvarado López no es un “error del Estado”, sino la prueba viva de que en México las instituciones encargadas de velar por la seguridad han tenido —y aún mantienen— una vocación criminal.
A 29 años de su desaparición forzada, el propio gobierno reconoce que fueron agentes del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen,ahora CNI, no menos nefasto ademas de perverso) quienes lo levantaron en Chilpancingo,estado de Guerrero, pero el escándalo mayor es que uno de esos perpetradores hoy trabaja cínicamente como perito en la Fiscalía General de la República. Es la impunidad hecha sistema: el verdugo sentado como autoridad.
El Estado como verdugo
No se trata de hechos aislados ni de “excesos del pasado”. La desaparición del maestro, poeta y defensor de derechos humanos fue un crimen de Estado planificado, ejecutado y después encubierto con cinismo. Siguiendo la tradición represiva que persigue a los movimientos sociales, Gregorio se convirtió en objetivo desde que participó en la Convención Nacional Democrática convocada por el EZLN. Desde entonces, la maquinaria de inteligencia y fuerzas estatales se dedicaron a vigilarlo y hostigarlo. El gobierno lo desapareció porque pensaba distinto, porque organizaba, porque enseñaba.
La burla de la “justicia”
Que 29 años después el Estado se limite a firmar un “acuerdo amistoso” con la familia es un insulto. Hablar de disculpas públicas, financiar un libro o construir bardas perimetrales es la traducción burocrática del desprecio: minimizan la vida arrancada y la convierten en mercancía política. La familia pidió justicia, no homenajes conmemorativos ni obras gestionadas. Y, en paralelo, el gobierno mantiene en nómina a un agente señalado como perpetrador. No es reconciliación: es complicidad.
El patrón, no la excepción
El caso de Gregorio se conecta con la larga lista de crímenes de Estado en México: de la Guerra Sucia a Ayotzinapa. El guion se repite: vigilancia, hostigamiento, desaparición, campañas de difamación acusando de guerrilleros a luchadores sociales, versiones oficiales plagadas de mentiras y, finalmente, el pacto de impunidad. Desde Zedillo declarando que “ya estaba muerto” hasta la actual falta de castigo real, la línea de continuidad es clara: las instituciones que deberían proteger han fungido como brazo ejecutor del crimen organizado desde el poder.
Voces que no se apagan
Norma Lorena, su viuda, ha cargado por casi tres décadas con la ausencia, exigiendo verdad y enfrentando los intentos del Estado por silenciarla. Su testimonio desnuda a un país donde la desaparición no es un “problema heredado” sino una política operativa. Y hoy, al cumplirse los 29 años, lo que queda patente es la obscenidad de que los perpetradores tengan cargos públicos mientras las familias siguen buscando, mendigando explicaciones, sobreviviendo con un dolor que no prescribe.
Gregorio Alfonso Alvarado no es solo una víctima: es un reflejo brutal de lo que significa disentir en México. El Estado lo desapareció, lo etiquetó como guerrillero, negó tenerlo detenido, mintió sobre su destino y después enterró el caso en expedientes olvidados. Hoy, con la confesión oficial en la mano, la pregunta es evidente: ¿qué pasa cuando quienes deberían impartir justicia son los mismos que desaparecen, torturan y matan? La respuesta ya la sabemos: se institucionaliza el crimen y se normaliza la impunidad.
Con informacion: ELNORTE/

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