Tras la “entrega u expulsion,pues no fue extradición”, de 29 narcos a los EE.UU el pasado jueves, el diario español,EL PAIS,nos habla de un reclamo subyacente con una crítica profunda al enfoque binacional del combate al narcotráfico donde las víctimas de estos criminales quedaron relegadas a un segundo plano.
Priorización de intereses políticos sobre justicia local
La entrega de criminales a EE.UU. se presenta como una medida cosmética que evade la responsabilidad de México de garantizar su estadía en prision con procesos judiciales transparentes y las víctimas cuestionan por qué no se juzga a los narcos en el país donde cometieron los crímenes, especialmente cuando su extradición obstaculiza la búsqueda de desaparecidos.
El dolor como consecuencia geopolítica
La publicación enfatiza que el sufrimiento de las víctimas no es transferible: mientras los gobiernos negocian las entregas, el trauma permanece en comunidades como San Fernando o Ciudad Juárez. Luz María Dávila lo sintetiza: “Así se los lleven hasta el fin del mundo, no me traerán de vuelta a mis hijos”. Esto subraya una desconexión entre las acciones de seguridad y las necesidades emocionales de las familias.
Falla sistémica en la reparación integral
- Información truncada: Madres buscadoras como Susana Ayala ven la extradición como un obstáculo para obtener datos sobre sus hijos desaparecidos, ya que pierden acceso a interrogatorios directos.
- Impunidad histórica: Casos como el de Rafael Caro Quintero (vinculado al asesinato del agente Kiki Camarena en 1985) muestran cómo décadas de impunidad minan la confianza en las instituciones.
- Violencia cíclica: La entrega de líderes cartelarios podría exacerbar conflictos locales, como señala Susana Ayala respecto a los enfrentamientos entre facciones en Sinaloa.
Cuestionamiento al modelo de “guerra contra el narco”
La masacre de Salvárcar (2010), donde el gobierno de Calderón criminalizó a las víctimas, simboliza cómo las estrategias de seguridad estigmatizan a la población en lugar de protegerla y sugiere fundadamente que las extradiciones actuales repiten este patrón: se enfocan en resultados mediáticos sin abordar las redes de complicidad política y judicial que permiten actuar impunemente al crimen organizado que se convirtió en el crimen autorizado por acción del mismo gobierno.
En esencia, el reclamo implícito exige un enfoque centrado en justicia restaurativa —no solo punitiva— que priorice la verdad, la reparación comunitaria y el desmantelamiento de estructuras corruptas, en lugar de trasladar el problema a través de la frontera.
Como lo dice el EL PAIS:
…Hay un consenso entre las víctimas de los criminales que han sido entregados esta semana a Estados Unidos: el dolor no se repara, ni allá ni acá. ¿Quién le devuelve a Luz María Dávila a sus dos hijos asesinados por Los Aztecas en Ciudad Juárez? ¿Va a encontrar la Administración de Donald Trump a la hija, al hermano y a la sobrina de Rosa García en San Fernando? ¿O al hijo de Susana Ayala en Culiacán? Los Gobiernos se intercambian a los narcotraficantes y los mueven como fichas al otro lado de la frontera, pero el dolor no cruza con ellos. El dolor se queda en Chihuahua, en Tamaulipas, en Sinaloa, en Veracruz, en Jalisco y en Michoacán. El dolor es, sin duda, mexicano.
En una operación sin precedentes, México ha entregado a 29 criminales de alto perfil a Estados Unidos. No es una extradición, ha aclarado este viernes el fiscal general, Alejandro Gertz Manero, que tampoco ha explicado qué es entonces, más allá de “una solicitud de seguridad nacional”. El secretario de Seguridad Pública, Omar García Harfuch, ha justificado que estos narcotraficantes, que han cometido “delitos atroces” en el país, representaban una amenaza para México porque “existía un riesgo de que fueran liberados o siguieran atrasándose sus procesos de extradición por acuerdos con algunos jueces que buscaban favorecerlos”. Todos estaban requeridos por el departamento de justicia de Estados Unidos.
A algunos nombres los llevaban esperando décadas al otro lado. Las esposas del agente de la DEA Kiki Camarena aguardaban desde 1985 a Rafael Caro Quintero, quien ordenó su salvaje asesinato. Estados Unidos también quería desde hace tiempo a José de Jesús Méndez, alias El Chango, fundador de la Familia Michoacana, o a Erick Valencia, conocido como El 85, que dio origen al Cartel Jalisco Nueva Generación (CJNG). Mucho más rápida ha sido la entrega de José Alberto García, La Kena, del Cartel del Golfo, quien estuvo detrás del secuestro de cuatro estadounidenses —y el asesinato de dos de ellos— en Matamoros en 2023. En la lista también están piezas del Cartel de Sinaloa claves para la cruzada de la Administración estadounidense contra el tráfico de fentanilo.
Es difícil calcular el rastro de víctimas que dejan estos 29 criminales, que son fundadores, líderes regionales, operadores y sicarios de las organizaciones criminales más importantes de México. ¿Cuántas familias destrozaron los hermanos Miguel Ángel y Omar Treviño Morales, Z-40 y Z-42, los últimos líderes de Los Zetas? Son cientos las personas que mandaron desaparecer solo en la masacre de Allende (Coahuila) o 72 los migrantes ejecutados de una sola vez en Tamaulipas. “Son miles los que han desaparecido aquí en San Fernando”, dice la buscadora Rosa García, “el 90% de las familias de aquí somos víctimas indirectas o directas, o como en mi caso, los dos”.
El terror de Los Zetas en San Fernando
Entre 2010 y 2012, Rosa perdió a su hermano, a su sobrina, a su madre y a su hija a manos del cartel. El primero fue José Guadalupe Portales Espinosa, de 60 años, quien no quiso darles el trascabo de su empresa de construcción y se lo llevaron junto a su herramienta de trabajo. Siguió en 2011 su sobrina Milvia González Dávila, que trabajaba haciendo pasaportes. No ha vuelto a tener una pista de ambos. El 19 de abril de 2012, los criminales mataron a su madre, María de Jesús Espinosa, para robarle el coche. “Yo no tuve tiempo del dolor de mi madre”, explica Rosa García, “porque tres semanas después pasó lo mío”.
El 12 de mayo, García estaba con su hija, Dulce Yamelí González Cisneros, de 20 años, en su tienda de venta de tenis. Llovía cuando entraron dos muchachos, nervioso, a preguntar algunos precios. Inmediatamente después, aparecieron dos hombres para meterlas en una camioneta. Rosa y Dulce pelearon. “Uno me cortaba en el brazo, yo no lo sentía por la adrenalina, porque veía cómo estaba luchando mi hija”, cuenta con detalle la mujer por teléfono desde Tamaulipas. Las doblegaron cuando entró un tercer hombre armado. A Rosa la metieron a una casa de seguridad de Los Zetas, de donde pudo escaparse cuando su vigilante se quedó inconsciente. Liberada, buscó a su hija por todas partes, pero no estaba allí. Se guio por el canto de un gallo hasta la siguiente casa, donde la refugiaron hasta que llegó su marido a por ella. De las heridas se recuperó después de muchas cirugías, de lo de su hija, nunca.
“¿De qué sirve que se los lleven a Estados Unidos si no reparas el dolor de esta madre que está buscando a su hija y arriesgando su vida para encontrarla?”, pregunta la buscadora, que trata de sobrevivir al miedo. Rosa García es muy crítica con el “mal servicio del Gobierno mexicano” que permitió que los narcotraficantes se empoderaran en todo el país: “Nos hicieron tanto daño… yo soy una madre muerta en vida. El daño lo hicieron aquí y aquí deberían pagar, pero como tenemos un Gobierno muy corrupto, pues están más seguros allá y allá ya no van a poder operar los carteles de acá. Los ponen como está El Chapo, los ponen aislados, y si les dan la pena de muerte, qué bueno”.
Los desaparecidos del Mayo
Esa misma sensación ambivalente es la que tiene Susana Ayala. “La noticia de que se los lleven me hace sentir tranquila, pero a la vez no, porque no vamos a poder entrevistarlos y que nos digan dónde están nuestros hijos”, cuenta esta madre buscadora de Culiacán, Sinaloa. El 31 de marzo se van a cumplir nueve años desde que desapareció Ricardo Alexander Méndez Ayala. Tenía 23 años y trabajaba con su madre. “Él fue desaparecido en El Salado, que es de pura gente de Los Mayos, pero a mí me dijeron que mi hijo fue levantado por soldados, pero yo no puedo saber si fueron Los Mayos que andaban uniformados”, explica. Uno de los puntos que le han dicho que puede estar su hijo pertenece justamente al “señor del sombrero”, Ismael El Mayo Zambada.
Estas madres, orilladas a convertirse en investigadoras, terminan identificando a los grupos relacionados con su tragedia. “A nosotras no nos convendría que se los llevaran a Estados Unidos, porque si se los llevan, menos vamos a saber si ellos hicieron un daño a nuestros hijos”, dice Ayala, fundadora de Padres y Madres Hijos de Desaparecidos: “Es mucha información la que tienen, sería que los dejaran aquí para poder hablar con ellos y que nos digan qué hicieron”. Tanto Susana Ayala como Rosa García han visitado penales y tienen previstos viajes a otras prisiones para entrevistarse con integrantes de estos carteles. “Si ya es una dificultad cuando se los llevan a Ciudad de México, imagínese si se los llevan a Estados Unidos”, apunta.
Además, Susana, que lleva desde septiembre atenazada por la batalla entre Los Chapitos y Los Mayos, ve también un riesgo de todas estas entregas: “Cuando se traslada a esas personas, la gente que los rodea empieza más fuerte con las matanzas, la quemadora de casas. Y nosotros vivimos un miedo aún más fuerte. Ya lo vimos en 2019”.
La masacre de Salvárcar
Luz María Dávila responde al teléfono desde su papelería en Ciudad Juárez. La mujer que se enfrentó al presidente Felipe Calderón en 2010 ha visto la noticia de las entregas de los narcotraficantes, pero “honestamente”, no ha prestado mucha atención a quiénes eran. En la lista de los 29 criminales que entrega México está Luis Gerardo Méndez Estevane, conocido como El Tío, quien fue líder de Los Aztecas, el brazo armado del Cartel de Juárez en los años que la ciudad fronteriza era el lugar más violento del planeta. Arrestado en 2020 en Cuernavaca, le adjudicaron cientos de asesinatos. Entre ellos, el de los hijos de Luz María.
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Marco y José Luis Piña (de 19 y 16 años) salieron el 30 de enero de 2010 a una fiesta en Villas de Salvárcar con otras decenas de jóvenes. En la madrugada, un comando armado entró y acribilló a los jóvenes, la mayoría estudiantes. Acabó con la vida de 15 e hirió a otra docena. Esa noche, Luz María perdió a sus dos únicos hijos. Calderón, que había iniciado la llamada guerra contra el narco, que sembraría un país lleno de cadáveres, trató de quitarle importancia a la masacre porque, dijo, los muchachos eran pandilleros. Dávila se puso enfrente y le anunció: “Yo no le puedo decir bienvenido porque para mí no lo es”. “Aquí Juárez está en luto. No es justo. Mis muchachitos estaban en una fiesta. Ahora lo que quiero es que usted… usted se retracte de lo que dijo: que eran pandilleros. Mentira. Uno de mis hijos estaba en la Universidad Autónoma de Chihuahua y el otro estaba en la prepa”, señaló la mujer y su coraje.
“Yo no sé por qué los extraditan a EE UU, no le halló chiste a eso, también pudieran estar en México”, dice Dávila, “mientras los sujetos estos estén en un lugar que no puedan salir, ya no importa en donde estén, que estén encerrados, pero nunca van a pagar lo que hicieron, aunque les den 1.000 años”. El Tío es considerado el autor intelectual de la masacre de Salvárcar, también el de la pareja de estadounidenses Leslie Ann Enríquez Catton y el sherriff Arthur H. Redfels, quienes trabajaban en el consulado. Por estos crímenes, Méndez Estevane es uno de los seis narcotraficantes que puede enfrentar la pena de muerte en Estados Unidos. “Yo tengo 15 años de lo que pasó de mis hijos”, apunta Luz María Dávila, “así se los lleven a estos sujetos hasta el fin del mundo, no me van a traer de vuelta a mis hijos”.
Con informacion: BEATRIZ GUILLEN/DIARIO ESPAÑOL/ELPAIS
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