Andrés Manuel López Obrador, lo he sostenido reiteradamente en este espacio, no es un demócrata sino un individuo con fuertes pulsiones autoritarias y peligrosas inclinaciones dictatoriales. Y como cualquier aprendiz de sátrapa bananero la fórmula es predecible: echar mano del ejército para la concreción de sus aspiraciones autocráticas.
Aprovechando la distracción generada por el coronavirus y haciendo bueno su propio dicho, en el sentido de haberle venido “como anillo al dedo” la pandemia, el lunes anterior mandó publicar un acuerdo, en el Diario Oficial de la Federación, mediante el cual decidió la militarización del País (no sólo de la seguridad pública), de aquí al final de su sexenio.
Al mismo tiempo, su corte de seguidores y apologistas acríticos intentaron generar un distractor con el villano favorito del régimen: Felipe Calderón. La intención resulta evidente cuando se ven los acontecimientos en retrospectiva: mantener el tema fuera de la discusión pública.
El “Iluminado de Macuspana” evitó el lunes y martes hablar del asunto en su homilía mañanera otorgando la palabra solamente a los “periodistas” afines, es decir, a quienes tienen instrucciones de sólo formular preguntas convenientes al discurso oficial.
Fracasaron: el tema se instaló en la discusión pública y el miércoles el Tlatoani no tuvo más remedio sino pronunciarse y reconocer su vocación militarista justificada por la “necesidad” de mantener a los elementos castrenses en las calles.
La gran pregunta es, ¿cuál es la razón para militarizar –ahora sí, ya con descaro y sin rubor alguno– la seguridad pública? Con los datos a la vista el hecho es absolutamente incomprensible por las siguientes razones:
En primer lugar, este gobierno ha adoptado una actitud de “respeto absoluto” –sumisión sería probablemente un mejor término– frente al crimen organizado, a cuyos integrantes no toca ni con el pétalo de un arresto.
Y no sólo eso: como ha quedado plenamente demostrado con la liberación de Ovidio Guzmán y el trato VIP a la madre de “El Chapo”, durante su última gira por Badiraguato, el Presidente se esfuerza por mostrar su amistad –o complicidad– con los grupos criminales –o al menos con el Cártel de Sinaloa.
En segundo lugar, como lo explicó de forma precisa el especialista en seguridad pública, Eduardo Guerrero, durante la conversación sostenida con él esta semana en el programa “Conversando”, tampoco se está combatiendo con eficacia a la delincuencia organizada, pues el Presidente se mantiene firme en su estrategia de “ingenua pasividad” según la cual basta con llamar a los delincuentes a “bajarle” desde su púlpito mañanero.
Finalmente, nunca se ha reconocido la existencia de una situación de crisis en el manejo de la seguridad pública. Por el contrario, tanto el Presidente como su extraordinariamente incompetente secretario de Seguridad, Alfonso Durazo, aseguran tener bajo control la situación en el País.
¿Cuál era la urgencia entonces de santificar la actuación del ejército de aquí al final del sexenio en tareas en las cuales, además de no estar preparado para realizarlas, ha fracasado de forma sistemática en el pasado reciente?
Acaso la explicación a este madruguete pandémico por parte de mister Yo Siempre Tengo Otros Datos sea la arista política. Me explico:
Las elecciones para renovar la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión se encuentran a la vuelta de la esquina. El proceso electoral, cuyo punto culminante se ubica en la jornada electoral del 6 de junio del año próximo, dará inicio en menos de cinco meses. Y las cosas no pintan bien para el partido del Presidente.
Sin López Obrador en la boleta, con la popularidad del líder supremo en picada, ante una crisis económica sin precedentes en el País y con un creciente cuestionamiento hacia los gobiernos locales emanados de dicho partido, no se ve cómo puedan retener la mayoría de la cual gozan ahora.
Y si Morena pierde el control de la Cámara de Diputados entonces López Obrador perdería gran parte del margen de maniobra del cual ha gozado hasta ahora y le ha permitido gobernar como le gusta: sin contrapesos y a capricho.
De ahí a una derrota electoral en 2024 el trecho es muy corto y eso implica la evaporación, en apenas un sexenio, del sueño dictatorial del Presidente con la más pequeña estatura intelectual de nuestra historia moderna.
Ahí es donde el ejército entra en juego y se convierte en la última tabla de salvación del tiranito cuya vista no está puesta en los pobres, ni en el bienestar colectivo, ni en la construcción de una sociedad más igualitaria, sino en las estatuas y los monumentos erigidos en su memoria al estilo de los “grandes líderes” de todas las dictaduras de la historia.
Ningún presidente de la era moderna le ha dado tanto poder al ejército como López Obrador y tal hecho forma parte de una estrategia harto conocida en el mundo: capturar el poder por medios democráticos para luego eternizarse en él merced a la destrucción de las instituciones democráticas.
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