Era un día normal. Diana, de 30 años, se levantó temprano para irse a trabajar y dejó su teléfono en modo avión, sin saber que nada sería igual desde aquel 9 de septiembre en Culiacán, la capital de Sinaloa, en el noroeste de México.
Las cosas se habían puesto tan mal que hasta lo comentaron en su casa. “Está feo allá afuera, ¿qué creen? Seguro es otro culiacanazo”. Cuando Diana revisó, su celular no paraba de sonar y estaba repleto de mensajes del trabajo. “Me decían que no me presentara, que se cancelaba la actividad porque había detonaciones en toda la ciudad”, recuerda. Tras un mes y medio de tensión por la captura de Ismael El Mayo Zambada en Estados Unidos, se cumplió lo que todo mundo sospechaba que iba a pasar: la guerra entre El Mayo y Los Chapitos, las dos familias que han llevado las riendas del Cartel de Sinaloa durante décadas.
Dos meses
La batalla a sangre y fuego por el control de Culiacán, bastión histórico del cartel, roza los 320 asesinatos y se ha saldado con cientos de desapariciones forzadas, secuestros y robos, según los registros oficiales. Pero esos no son los únicos efectos después de dos meses de violencia ininterrumpida. EL PAÍS ha recopilado múltiples testimonios por escrito sobre la otra guerra de Sinaloa: la angustia que sientes por no encontrar a un familiar o a un amigo, los terrores nocturnos después de que ves como revientan la casa del vecino, la zozobra de no saber si volverás sano y salvo. “Dos meses”, escribe Diana, bajo la condición de que no se revele su nombre real. “Dos meses de incertidumbre, dos meses en los que la angustia se ha apoderado de mí, dos meses en los que las cosas no se han calmado”.
Diana cuenta que no pudo dormir bien en los primeros días de la guerra, después de enterarse de que habían “levantado” a un conocido. Su coche apareció abandonado horas más tarde, pero de él no supo nada durante días. Lo confundieron con un sicario y después lo dejaron ir. “Culiacán está tranquilo”, declaró el gobernador Rubén Rocha en su conferencia matutina del 9 de septiembre. Después del mediodía, empezaron a llegar los primeros informes de enfrentamientos armados, narcobloqueos y asesinatos a plena luz del día.
La capital, desde las avenidas más concurridas hasta las barriadas más remotas, se convirtió en territorio de guerra y las rutinas diarias cedieron ante una nueva realidad. “La mayoría de los culichis nos sentimos en estado de alerta todo el tiempo”, afirma Diana. “Lo primero que hacemos al despertar es revisar qué pasó mientras dormíamos y ver si podemos salir o no, si es seguro o no”, cuenta. “Todos los días ocurre algo, aunque digan que no es así y el Gobierno nos quiera vender otra historia, los que sabemos qué ocurre somos quienes vivimos aquí”, asegura. “Todos los días, antes de las seis de la tarde, la ciudad se oscurece y se vuelve desértica, ¿cómo podemos volver a una ‘normalidad’ encubierta?”, cuestiona.
A menos de una semana de que se cancelaran los festejos masivos por el Día de la Independencia y el Estado viviera uno de sus mayores picos de violencia, una balacera sembró el miedo el 21 de septiembre en la zona comercial de Cuatro Ríos. “Escuché los disparos y vi a la gente correr, asustada, temerosa, en pánico”, cuenta Diana. Ese fin de semana, la incertidumbre se convirtió en indignación, cuando familiares y amigos de Juan Carlos Sánchez, un padre de familia de 34 años, denunciaron que había sido confundido y abatido por error durante ese tiroteo.
Mientras las autoridades y los medios hablaban de una guerra de carteles, en amplios sectores de la sociedad se expandió la idea de que “podía pasarle a cualquiera” y de que “nadie estaba a salvo”. Justo un mes después del tiroteo de Cuatro Ríos se registró la mayor masacre hasta la fecha: 19 civiles armados fueron abatidos en un enfrentamiento con militares el 21 de octubre.
Ansiedad, depresión y estrés postraumático
“Los impactos de la violencia en la salud mental están muy bien documentados, también los de la violencia colectiva, el contexto en el que se circunscribe lo que llamamos narcoviolencia y lo que pasa en Sinaloa, Guanajuato y otros Estados”, explica Rogelio Flores, académico de la Universidad Nacional Autónoma de México. Flores señala que los efectos no se limitan a las víctimas directas, sino que también afectan a quienes son testigos de la violencia, a quienes conocen de casos a través de amigos y familiares, y a quienes están sujetos a una exposición repetida.
“El problema de Sinaloa no es de este sexenio, el pasado o el antepasado, viene de hace mucho tiempo, es atávico”, afirma Flores. La guerra contra el narco ha durado más de 20 años en México. Eso implica hablar de millones de jóvenes que han crecido en ese contexto y sólo conocen esa realidad. En Sinaloa, donde esa violencia se remonta a varias décadas antes, es hablar de generaciones enteras atravesadas por la violencia.
“Cuando empezaron a salir noticias sobre las desapariciones y homicidios de personas inocentes que estuvieron en los lugares erróneos en los momentos equivocados, eso me dio mucha ansiedad”, confiesa Valeria. “Cada que voy manejando me da mucho miedo, siempre pienso que me van a matar o que me van a quitar el carro”, narra la chica de 22 años. “A pesar de estar medicada, a veces considero que no puedo controlar lo que siento”. Ella dice que las sensaciones de ahora se parecen a las que sentía cuando empezó la pandemia de covid-19, una comparación recurrente por el encierro y el temor a salir a la calle que se extiende entre los culiacanenses. El lunes se cumplirán nueve semanas de guerra y asedio criminal. “Siento que el mundo está en pausa”, lamenta Víctor, de 25 años. “Pero la vida en todo el mundo sí sigue, a excepción de la narcopandemia que hay en Culiacán”.
Flores habla de una dimensión individual (efectos psicoemocionales) y colectiva (efectos psicosociales) para distinguir cómo y a quién afecta la violencia. El psicólogo, a su vez, señala tres vías de impacto. Una primera categoría son los cuadros de ansiedad, marcados por el miedo, la inquietud, la zozobra o la desconfianza. Hay también cuadros depresivos, como estados de tristeza continuos y a veces, paralizantes: la gente deja de salir a la calle, está más irritable o apática, se aísla y rompe vínculos que tenía con su comunidad. Y están también los síntomas de estrés postraumático, también muy correlacionados con los de la ansiedad o la depresión, que se producen después de vivir o presenciar un evento traumático o perturbador: una muerte violenta, un asalto o un tiroteo. A finales de 2023, antes de que estallara el conflicto, casi uno de cada cinco sinaloenses mayores de 20 años (un 19%) presentaba síntomas de depresión, según la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición.
“Jamás en la vida me había sentido tan triste, perdida y desesperanzada como desde que empezó esta guerra”, afirma Daniela, de 20 años. Ella cuenta que su depresión regresó y que hay días en los que simplemente no podía salir de su cama. La fractura en el Cartel de Sinaloa revivió el fantasma de los culiacanazos: las respuestas violentas de la organización criminal a dos distintos operativos de captura contra Ovidio Guzmán, hijo del Chapo, en 2019 y 2023. La diferencia es que los culiacanazos duraron un día y la guerra, más de sesenta. Daniela asegura que estar presente en el primer culiacanazo provocó que siga teniendo estrés postraumático. “La enseñanza de esto es que lo más valioso en este momento es que mi mamá regrese del trabajo y yo pueda regresar de la escuela”.
“A un vecino le reventaron su casa y fue una de las cosas más terroríficas que he vivido”, comenta León, de 26 años. “Tuve terrores nocturnos, problemas para dormir bien durante la noche, siempre estando expectante, con mucho miedo, pánico, todo el tiempo en alerta, por si pudiese suceder algo en cualquier momento”, cuenta. León trabaja en terapia el temor de lo que le pueda pasar a su familia, amigos y a él. También siente enojo e indignación contra los grupos criminales. “El problema de dos personas nos ha privado de muchas cosas a todos, vivimos inseguros e intranquilos”, lamenta.
Otros como Óscar, un estudiante de 20 años, relatan cómo la frontera entre los problemas cotidianos y la excepcionalidad de la violencia se difumina hasta borrarse: es algo con lo que se convive cada día. “Cada que voy a Culiacán es una moneda en el aire: un asalto, un choque, una balacera, el calor, el tráfico… hago dos horas de la universidad”, cuenta. Hay también una sensación de lo que se va perdiendo en medio de la vorágine. Óscar dice que no salir, no poder disfrutar ni ser joven ha afectado su autoestima y su rendimiento académico. Con el paso del tiempo, la impotencia y la frustración por la ola de violencia se convierte en hartazgo y despierta un impulso de dejar de “sentir un peligro y un remordimiento de salir a la calle”. Él ha tanteado la posibilidad de irse de Sinaloa para seguir con su vida.
“La violencia impacta de manera diferenciada”, señala Flores. El especialista comenta que hay un debate vigente para entender qué factores provocan esas distintas respuestas y subraya que hay que tener cuidado de no “patologizar” eventos violentos o sociedades enteras, asumiendo que los efectos son los mismos para todos. “Reaccionamos por la historia que tenemos, por el contexto en el que crecimos, por el carácter o los rasgos de personalidad que tenemos y todo eso configura una respuesta u otra”, afirma el académico. “Algunas personas jamás desarrollan síntomas de ansiedad, ni depresión ni estrés postraumático”, agrega. “Hablar de psicosis colectiva es excesivo, hay que decirlo. Sabemos que la violencia afecta la salud mental, pero realmente se tiene que analizar caso por caso”.
Cerrar los ojos para seguir adelante
“Frente a la violencia crónica, al estar expuesto en repetidas ocasiones, opera algo paradójico: los procesos de desensibilización”, explica Flores, sobre lo que se conoce también como la normalización de la violencia. Mauricio Meschoulam, un internacionalista que ha estudiado las tácticas de los grupos criminales durante casi 15 años, decía a este diario que esos procesos de deshumanización también inciden en los perpetradores y en una manera más sofisticada y cruel de ejercer esa violencia. “Hay una estrategia de comunicación, no es sólo cometer la violencia, sino utilizarla para generar efectos psicosociales: la desesperanza, la frustración, las dudas sobre quién es realmente el Gobierno, el mensaje de que son ellos los que mandan en determinadas zonas”, comenta.
En estos dos meses, Sinaloa ha sido testigo de cadáveres a los que se les colocan sombreros, juguetes infantiles o mensajes para amedrentar a los rivales y a las autoridades. Se han dejado también pistolas de plástico afuera de El Debate, uno de los medios locales más conocidos. Al margen del reciente debate sobre si cabe la etiqueta de “narcoterrorismo”, el consenso es que se tratan también de estrategias para infundir el miedo en poblaciones que creían haberlo visto todo y que ven cómo, muchísimas veces, esa violencia se supera una y otra vez a sí misma porque no tiene consecuencias. De cada 100 asesinatos, 99 quedan impunes en Sinaloa, según México Evalúa.
La impunidad hace que los costos de atemorizar a la población sean relativamente bajos y los de enfrentarse a la violencia o denunciarla, bastante altos. Son situaciones en las que uno opta por cerrar los ojos para seguir adelante. “Es muy angustiante ver las noticias de lo que pasa en las calles, yo la verdad trato de no hacerlo, pero hay veces que no puedes evitar que te salgan en redes sociales y cada vez que leo alguna nota, me genera mucha inseguridad”, comenta Jazmín, de 19 años.
Ante los estigmas que prevalecen, muchas personas no tienen acceso a recursos útiles para lidiar con sus problemas y se encuentran con “respuestas de manual” o salidas fáciles. “Te dicen: ‘Relájate, respira, aborda las cosas de manera diferente”, comenta Flores. “¿De qué te va a servir eso si las condiciones objetivas no cambian y son hostiles? Estamos ante un problema estructural, hay que hablar de desigualdades, de las causas de la violencia, de mejorar los cuerpos policiales”, afirma el especialista. “No puede haber salud mental sin justicia social”. “Volver a la normalidad” es el deseo que tienen la mayoría de personas entrevistadas. Atrapada en el fuego cruzado, la población se pregunta cuándo terminará el conflicto y si será posible ponerle punto final. Mientras tanto, otra guerra se extiende por Sinaloa: la de la incertidumbre, el miedo y la desesperanza.
fuente.-ELIAS CAMHAJI/DIARIO ESPAÑOL/ELPAIS/
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