La política de seguridad del presidente López Obrador, que prefiere “abrazos, no balazos”, ha intentado disminuir el uso de las Fuerzas Armadas, pero esto no ha sido suficiente para la pacificación del país. Paradójicamente, las Fuerzas Armadas están más presentes hoy que nunca y la violencia aumenta, lejos de disminuir. En el camino se ha creado la Guardia Nacional, que aún no cuenta con una carta de funciones específicas, y cuya presencia es más visible en la prensa que en el territorio.
El robo de combustible sigue siendo una fuente de violencia. Los estados con bonanza agrícola son una oportunidad de oro para los grupos criminales que viven de la extorsión.
Los asesinatos por violencia de bandas y organizaciones criminales van en aumento. Es posible que en este proceso electoral se sumen cientos de candidatos a la cuenta de esta violencia.
Después de vivir quince años de terribles consecuencias de una fallida guerra contra las drogas, es momento de ver de manera más compleja la relación entre ciudadanos y organizaciones criminales, sin simplificar los verdaderos intereses en juego ni las responsabilidades.
Lejos de mejorar, el tejido de la violencia mexicana aparece como un tapiz cada vez más enrevesado cuyo hilo es difícil seguir y reparar.
Despliegue y repliegue. (PRIMERA PARTE)
Se pueden decir muchas cosas de la gestión de Andrés Manuel López Obrador en el ámbito de seguridad. Como se concluye en este texto, su política en la materia ha sido, amén de algunos puntos positivos, un fracaso. Sin embargo, no se le puede acusar de querer desentenderse del tema, como parecía en momentos ser el caso de su antecesor, Enrique Peña Nieto. Por el contrario, desde las reuniones de madrugada con los mandos de las dependencias de seguridad, López Obrador se ha esmerado en mandar el mensaje de que él participa directamente en las decisiones cotidianas.
En sus conferencias de prensa matutinas también ha buscado apropiarse de la agenda de seguridad y, con frases hechas como “Abrazos, no balazos” y “Pueblo uniformado”, vincular dicha agenda con la narrativa de su gobierno. Aprovecho algunas declaraciones clave del presidente y sus colaboradores para articular a vuelo de pájaro un balance de la política de seguridad durante el primer tercio del actual sexenio.
Se acabó el ‘Mátalos en caliente’
Andrés Manuel López Obrador, 1 de julio de 2020
Empiezo por lo que podría ser el principal punto positivo de la gestión de López Obrador. Hasta 2018, uno de los lados más oscuros de la guerra contra el crimen organizado había sido las numerosas ejecuciones extrajudiciales. Lugares como Tanhuato, en Michoacán, o Tlatlaya, en el Estado de México, quedaron indeleblemente marcados por masacres cometidas por agentes del Estado, lo mismo de las Fuerzas Armadas que de la ahora extinta Policía Federal. En otros lugares, como Veracruz en tiempos de Javier Duarte, hay indicios de una estrategia más sutil, pero no menos siniestra, de desaparición sistemática de presuntos sicarios. Varios de estos casos de exterminio de civiles, a manos de militares y de elementos de la Policía Federal, quedaron impunes, a pesar de estar documentados en diversas investigaciones periodísticas y recomendaciones de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH).
Hay indicios de que, con la llegada de Morena al poder, hubo una disminución en el uso de la fuerza letal por parte de las instituciones federales de seguridad. Por un lado, hay evidencia anecdótica. Por ejemplo, están las imágenes que circularon a principios del sexenio, de militares que eran agredidos a pedradas por comunidades y que se limitaban a replegarse. Por otro lado, las cifras disponibles también apuntan a una menor letalidad. El indicador más claro al respecto es la disminución en el porcentaje de masacres con participación de autoridades, que en 2018 fue del 15.5 %, y que se redujo al 13.8 % en 2019 y al 11.5 % en 2020.
Vamos a lograr pacificar al país sin uso de la violencia. Es perfectamente posible
Andrés Manuel López Obrador, 15 de octubre de 2019
Es probable que con López Obrador sí haya disminuido el uso excesivo de la fuerza letal por parte de las corporaciones de seguridad del Estado. Sin embargo, esta dosificación de la represión no se ha traducido, de ninguna forma, en la pacificación del país. Detrás del mejor récord en materia de derechos humanos no parece haber un verdadero cambio en la operación de las Fuerzas Armadas. Tampoco por parte de la Guardia Nacional. Este cambio consistiría en una mayor capacidad para intervenir, realizar detenciones conforme a derecho y, especialmente, para disuadir la violencia criminal sin cometer abusos. En contraste, lo que parece haber es un mero repliegue.
En primer lugar, cabe señalar que en 2020 el crimen organizado generó un número récord de víctimas letales: 24 807, cifra 11 % mayor a la registrada en 2018. Este aumento de la violencia criminal no sólo ha sido cuantitativo, también hubo un cambio cualitativo, en particular un repunte de algunas de las formas más escandalosas de violencia.
Durante los primeros meses del gobierno de López Obrador el llamado a la paz tuvo algún eco, pero el efecto fue efímero. A partir de octubre de 2019 —cuando los sicarios del Cártel de Sinaloa casi tomaron militarmente Culiacán— se observó un aumento de los enfrentamientos y ataques de alto perfil. En este contexto, se han registrado algunas emboscadas contra autoridades. Sin embargo, la lógica dominante parece ser que el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) y otros grupos han aprovechado el repliegue de las fuerzas federales para incursionar en nuevas plazas y exterminar a sus rivales. Sólo en el cuarto trimestre de 2020 hubo 37 enfrentamientos armados entre grupos criminales, lo que constituye, por mucho, el mayor registro en tres años.
Una manta que apareció a finales de febrero pasado en Iguala, firmada por el brazo armado de una importante mafia regional, resumía bien este fenómeno: “Al gobierno militar, federal y estatal les pedimos que nos dejen limpiar […] le pedimos a todas las plataformas de gobierno nada más un día (sic) […]” (se mencionaban las localidades concretas y el nombre de una organización rival, y se daba a entender que en ese día podrían exterminarlos).
La Guardia Nacional ya tiene el respeto
Andrés Manuel López Obrador, 9 de enero de 2021
Es difícil identificar las causas del repliegue de las fuerzas federales de seguridad durante los últimos años. Es probable que éste se explique, en parte, como una respuesta directa a la demanda de un mayor respeto a los derechos humanos. En noviembre de 2019, la secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, reconoció que el presidente había instruido el regreso a los puertos de elementos de la Secretaría de Marina, antes adscritos a tareas de seguridad pública. En años previos, la Semar había sido denunciada como la dependencia con más altos índices de letalidad. En algunos lugares, como Nuevo Laredo, el retiro de marinos ocurrió en el contexto de presiones ante casos de desaparición forzada. La apuesta del presidente era que la Guardia Nacional ocupara el vacío.
Es cierto que en las encuestas del Inegi la Guardia obtiene niveles de aprobación superiores a los que en su momento registró la Policía Federal; entre cinco y diez puntos porcentuales más, dependiendo de la medición concreta que se utilice. Sin embargo, no interpretaría esta mejora como un mérito de la nueva institución. La Guardia Nacional nació con mayor aprobación. Desde que el Inegi la incluyó por primera vez en la Encuesta Nacional de Seguridad Pública Urbana (ENSU), en junio de 2019, la Guardia estuvo mejor evaluada que la Policía Federal. Sospecho que se debe a un nombre acertado (para los mexicanos la palabra “policía” conlleva una valoración generalmente negativa) o a su asociación con la propia figura del presidente o con las Fuerzas Armadas.
El proceso de creación de la Guardia Nacional estuvo dominado por un profundo desprecio hacia lo que fue la Policía Federal. Por un lado, implicó sacrificar de forma indiscriminada cuadros y estructuras altamente profesionales. Por otro lado, generó un agudo conflicto laboral con un alto número de policías, que llegaron incluso a bloquear el aeropuerto de Ciudad de México.
Sin embargo, el problema de fondo no son los prejuicios y los atropellos en el proceso de liquidación de la Policía Federal. Tampoco la naturaleza civil o militar de la Guardia Nacional, a pesar de que este tema dominó el debate público durante los meses de gestación del nuevo cuerpo. En México, las unidades responsables de vigilar las regiones donde operan comandos armados del crimen organizado, incluso si están adscritas a una corporación civil, son por necesidad de corte militar, tanto por el armamento que portan como por las tácticas que siguen.
En mi opinión, el error fundamental ha sido la ausencia de una visión estratégica. En particular que, como ocurrió durante gobiernos previos, López Obrador no ha querido renunciar a la facultad de definir discrecionalmente el despliegue ni de la Guardia Nacional ni de las Fuerzas Armadas. Lo anterior permitiría atender de forma oportuna los principales desafíos del crimen organizado y lograr una mayor disuasión de la violencia, sin descuidar funciones ordinarias, como la vigilancia de las carreteras.
En lugar de planear un despliegue a partir de criterios objetivos, públicos y de largo plazo, se ha optado por recurrir a la Guardia y al Ejército siguiendo una lógica coyuntural. Son demasiadas las funciones que el nuevo cuerpo ha tenido que asumir a partir de la línea que se dicta desde Palacio Nacional. Estas múltiples tareas han ido desde contener la migración en la frontera sur hasta revisar mochilas en el metro de Ciudad de México. Es en este contexto que, por una suma de decisiones individuales, en la práctica hay una mayor ausencia del Estado en las regiones más amenazadas por el crimen organizado.
Tenemos la instrucción de reducir el robo a combustibles […] este esfuerzo representa un ahorro de 84 000 millones de pesos
Alfonso Durazo, 20 de mayo de 2020
Al arribar al gobierno, López Obrador hizo del robo de combustible su primera gran cruzada en materia de seguridad. Al respecto, armó una narrativa, consistente con su interpretación personal sobre la delincuencia. De acuerdo con esta narrativa, la corrupción era la verdadera responsable, y bastaba con meter un poco de orden —militar— en Pemex para poner fin al millonario quebranto que suponía el huachicol. En lo esencial, la estrategia consistió en mandar elementos de Sedena y Semar a algunas decenas de instalaciones de la paraestatal. Desde entonces, el presidente y sus funcionarios no se han cansado de repetir que su cruzada contra el huachicol fue un éxito rotundo, y que la disminución en dicho delito fue superior al 90 %.
Sin embargo, es poco probable que el robo de combustible haya sido erradicado, al menos al grado que sugieren las cifras del gobierno. En primer lugar, es necesario aclarar que López Obrador decidió enfocarse en un delito sumamente difícil de evaluar. A diferencia de los homicidios o del robo de vehículos, no hay una manera inequívoca de medir el robo de combustible. Una cosa son las tomas clandestinas o las pipas robadas, y otra es el volumen del combustible extraído, sobre el que es imposible contar con un estimado confiable; incluso si Pemex tuviera capacidad para monitorear las pérdidas por robo, es poco plausible que, tratándose de una dependencia de la administración pública federal, reportara números que desmintieran abiertamente al presidente.
Ante esta realidad, es razonable ponderar si la supuesta erradicación del huachicol se trata de un mero ejercicio propagandístico. Como señaló en su momento el periodista Carlos Loret de Mola, hasta 2019 no se reportó un aumento de las ventas oficiales de gasolina, como cabría esperar si de verdad se hubiera abatido el robo de combustible en más del 90 % (desafortunadamente, para 2020 el impacto del confinamiento sobre el consumo hace casi imposible utilizar las ventas de gasolina como referente).
Tampoco se tiene otra pieza que sería clave para demostrar que desapareció el mercado ilícito de combustibles: los testimonios de las decenas de miles de transportistas que se surten de gasolina en depósitos clandestinos y en “cachimbas”. No hay, hasta ahora, evidencia que sugiera que las cosas cambiaron en los mercados ilegales a ras de tierra.
Por último, tampoco parece que los grupos criminales que se dedicaban al huachicol hayan desaparecido. Por el contrario, en los principales cinturones de extracción de combustible, en el Triángulo Rojo de Puebla y en el Bajío, las disputas criminales continuaron e incluso se agudizaron durante 2019 y 2020. Algunos líderes huachicoleros se dieron el lujo de unirse a la campaña de caridad criminal durante las primeras semanas de la pandemia y regalaron despensas en localidades marginadas y colonias populares. La captura del Marro fue un golpe importante al Cártel de Santa Rosa de Lima. Sin embargo, es claro que el CJNG tiene interés en quedarse con el negocio del huachicol, tanto en Guanajuato como en Puebla; así lo ha denunciado ya el propio gobernador del segundo estado, el morenista Miguel Barbosa.
Quien agrede a una mujer, nos agrede a todas
Olga Sánchez Cordero, 26 de febrero de 2020
Este gobierno no ha sido receptivo a la creciente demanda social de combatir de forma eficaz la violencia de género. Tampoco ha colaborado con los colectivos que se movilizan contra ésta. El movimiento feminista es tal vez el único actor que ha logrado imponer, tanto en la calle como en redes sociales y medios de comunicación, una agenda pública alternativa y, generalmente, contraria a la de Palacio Nacional.
Desafortunadamente, además de la violencia sexual, las mujeres son, cada vez en mayor medida, víctimas de agresiones por parte de grupos armados. De acuerdo con Lantia Intelligence, en 2018 el crimen organizado asesinó a 1361 mujeres. Para 2020, esta cifra aumentó a 1891, un crecimiento cercano a 40 %.
Es probable que este repunte se explique, en parte, por estrategias de reclutamiento dirigidas a mujeres, como la creación de supuestos grupos de autodefensa femeniles, auspiciados por mafias. También es probable que la mayor vulnerabilidad generada por la crisis económica haya propiciado un crecimiento de la trata de personas. Finalmente, en algunas regiones, los grupos en conflicto han optado por ataques, represalias y ajustes de cuentas que involucran a parejas sentimentales o a familias completas.
Nada de lo anterior es nuevo. Sin embargo, el repliegue de las fuerzas federales, sumado al contexto excepcional generado por la pandemia, probablemente ha favorecido acciones más agresivas por parte del crimen organizado en contra de las mujeres.
Muy probablemente la creciente violencia contra las mujeres será el síntoma más costoso para Morena en las elecciones de junio próximo. Sin embargo, esta violencia es consecuencia del fracaso de la política de seguridad. Atinadamente, López Obrador quiso virar y romper con la estrategia de confrontación y en algunos casos de exterminio que se siguió sin éxito en las administraciones previas. Sin embargo, hasta ahora no ha podido construir una ruta alternativa hacia la pacificación del país. Se ha limitado a crear vacíos, que tarde o temprano terminan por ser ocupados por el crimen organizado.
Fuente.-Eduardo Guerrero Gutiérrez
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