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Es la noticia del día, la inevitable: el ingeniero Javier Duarte de Ochoa ha sido finalmente detenido y tendrá que responder por los crímenes de corrupción que se le imputan.
Es sin duda una buena noticia y debemos celebrarla. Entre todos los ex gobernadores que han abusado hasta la náusea de los poderes que les fueron concedidos, Duarte de Ochoa es la estrella. No es que los demás acusados —el otro Duarte, Borge, Medina, el inefable Yarrington, Rigoberto Ochoa y los que se sumen a la lista— carezcan de méritos. Pero el caso del veracruzano, a juzgar por las noticias publicadas, rebasa hasta la imaginación.
Lo que me preocupa es que tras la captura de esta lista de funcionarios malqueridos, en lugar de combatir la corrupción desde sus causas, acabe imponiéndose la tesis de los peces gordos. Es decir, la idea según la cual la corrupción no es mal endémico del régimen que nos gobierna, sino una desviación de personas poderosas que abusan de su cargo y nada más. La tesis de los peces gordos tiene la ventaja de aplacar la sed de venganza de la multitud y generar la impresión de que no habrá impunidad. Pero en contrapartida puede producir —y de hecho lo hace— efectos muy perversos.
El primero es confundir causa y resultado. Si esos peces gordos existen es porque nadan en las aguas cómodas de la discrecionalidad, del monopolio de los poderes burocráticos, de las complicidades, de las redes de intereses y de la opacidad. En este sentido, combatir la impunidad no equivale a modificar las razones que alimentan esos excesos dignos de novela.
Celebro de verdad que esos individuos emblemáticos sean llevados a los tribunales. Pero observo con alarma que ninguna de las condiciones que hicieron posible su existencia se ha modificado de manera radical, ni tampoco veo razones obvias para que eso suceda en automático, pues una cosa es el proceso legal que se desprende de la aprehensión de los peces gordos imputados y otra, diferente, es reformar las administraciones públicas y las prácticas gubernativas —donde crecen los peces que ahora engordan con felicidad—.
No deberíamos engañarnos: ¿dónde están las reformas legales indispensables para que los servidores públicos no electos lleguen a sus puestos por méritos y no por recomendaciones, cercanía política o cuotas partidarias? ¿Dónde están las salvaguardas para que no se repartan contratos cuyo único propósito es acumular y repartir dinero público? ¿Dónde los datos exactos, publicados con detalle y en tiempo real, de todos los ingresos y los gastos de todas las dependencias estatales en las que se engordaron los peces que hoy pescamos? ¿Dónde las innovaciones y las audacias democráticas de los gobiernos que sucedieron a los corrompidos para garantizar que cada ciudadano sea, al mismo tiempo, soberano y vigilante activo de los asuntos públicos? ¿Dónde los candados para evitar la creación de fondos públicos exentos de fiscalización y los fideicomisos públicos creados a modo para asignar recursos ajenos a la aprobación presupuestaria? ¿Dónde, en fin, las modificaciones necesarias para evitar que estos casos se repitan una y otra vez?
Aunque serene los ánimos del público —como en los espectáculos del Circo Romano— la tesis de los peces gordos no resuelve el problema de la corrupción. Por el contrario, repetida como antídoto a la presión social, puede aplazar las soluciones que hacen falta desde hace mucho tiempo. O peor, puede alimentar la falsa conciencia según la cual la salida definitiva de ese mal mayor de la república consiste en encontrar a individuos probos y buenos que mantengan la cordura, a pesar de todas las oportunidades que se les brindan para corromperse. Una versión alternativa a la teoría cultural de los corruptos, que tanto daño le ha hecho a México.
fuente.-Mauricia Merino/Investigador del CIDE
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