Hace unos días el jefe del ejército mexicano, el general Salvador Cienfuegos, dijo que los militares sólo esperan fechas para regresar a los cuarteles. “Si quieren que estemos en los cuarteles, adelante. Yo sería el primero en levantar no una, sino las dos manos para que nos vayamos a hacer nuestras tareas constitucionales”. Se le veía molesto, echando fuego, encabronado, para decirlo más llanamente. Los militares tienen razones para estarlo.
Desde hace mucho les provoca enorme molestia tener que resolver los problemas del poder civil (“los gobiernos no han cumplido con su tarea”), que los usen como policías (“los militares no estudian para perseguir delincuentes”) y como herramientas para reprimir a ciudadanos. Les incomoda, y mucho, que al final queden como los responsables directos; no sólo como los ejecutores, sino también como los autores intelectuales de la represión, aunque, hay que decirlo, en muchas ocasiones lo han hecho.
Lo que es un tanto inusual es escuchar a un secretario de Defensa Nacional tan irritado. No recuerdo que alguno de sus antecesores al frente del ejército mirara con frialdad y enfado al presidente y al secretario de Gobernación frente a los medios de comunicación, por muy encabronado que estuviera. Parece que algo no anda bien entre el presidente y los militares.
Pero si bien no habían sido tan explícitos ni tan públicos los enojos militares, no es la primera ocasión en que éstos se sienten, por decir lo menos, incómodos con el poder civil. El desenlace del movimiento estudiantil de 1968, la masacre de Tlatelolco, es más que una sombra sobre su papel, sobre las traiciones al interior del ejército, sobre el uso que funcionarios de alto nivel, entre ellos el entonces secretario de Gobernación, Luis Echeverría, hizo de ellos.
Los militares siguen metidos en el laberinto de esa noche de Tlatelolco, una también de traiciones internas. Los archivos del entonces secretario de la Defensa Nacional, Marcelino García Barragán, exhiben y constituyen una pequeña muestra de las diferencias que existían entre algunos militares y el poder civil, además de las escaramuzas internas de los cuarteles.
Las palabras del general Cienfuegos explicitan el reproche al poder civil por el alto costo que han tenido que pagar los soldados en su papel de policías, por el deterioro de la imagen, pulida durante décadas, de ser un ejército surgido y cercano al pueblo. Después de la matanza del 68, los militares nuevamente fueron puestos en las calles, y sobre todo en las montañas, en lo que constituyó en los hechos una ruptura con la doctrina castrense mexicana según la cual no existía “enemigo interno”.
Así, fueron enviados a enfrentar a los “delincuentes” de esa época, los integrantes de las guerrillas urbana y rural. De nuevo, el poder civil, representado por el presidente Luis Echeverría,les dejó la tarea de integrar incluso grupos paramiltares (la Brigada Blanca, por ejemplo) o abiertamente militares para exterminar extrajudicial e ilegalmente a los grupos levantados en armas.
No sólo acabaron con ellos sino con cientos de familiares y amigos, paisanos, cuyo único “delito” era llevar el mismo apellido o haber nacido y vivido en el mismo pueblo. Otra vez, los muertos pasaban a la cuenta del ejército.
Durante esa época mostraron, otra vez, que al menos una parte del ejército no estaba en desacuerdo con las tareas represivas. He ahí su papel en la masacre de estudiantes del 10 de junio de 1971. Los propios archivos militares muestran que el ejército sí sabía lo que pasaría esa tarde.
No se tiene documentado si ante las órdenes del mundo civil, los militares opusieron alguna mínima objeción, lo que sería muy dudoso. Los secretarios de la Defensa solían ser designados a modo para el servicio personalísimo del presidente.
Uno de los primeros antecedentes de la actual incomodidad de los altos mandos militares es el que el académico Sergio Aguayo ha narrado en varias ocasiones: cuando el presidente Vicente Fox ordenó al ejército actuar contra los pobladores de San Salvador Atenco opuestos a la construcción del nuevo aeropuerto del DF, la respuesta del general secretario fue: “Sí, señor presidente, pero denos la orden por escrito”.
Así que todo el lenguaje corporal del general Cienfuegos muestra, de algún modo, que los militares desean colocar un límite a lo que han venido haciendo desde hace muchos años.
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L
a iniciativa de ley para “normalizar” la actuación de militares en tareas policiacas ha dado lugar a la interpretación de que la molestia podría crear condiciones para un supuesto intento de levantamiento del ejército contra el poder civil.
La idea de que podrían estar dadas las condiciones para un golpe de Estado me parece, en realidad, una estrategia de desinformación y distracción para ciertos círculos de la sociedad.
Para empezar, ya no estamos en los años setenta, cuando los golpes militares y, por tanto, las dictaduras como modelos de ejercicio de poder en América Latina funcionaban o al menos estaban en sincronía con la lógica de Estados Unidos.
La mayoría de las dictaduras militares tenían el aval y la bendición de Estados Unidos. La configuración geopolítica de aquellos años era adecuada para los golpes militares. Hoy sería casi imposible.
Los militares mexicanos no requieren de un golpe de Estado para detentar un poder especial, salir a las calles y hacer sentir el peso de su presencia. Lo hicieron en 1968, lo replicaron en los años setenta durante la casi invisible Guerra Sucia mexicana. El presidente Felipe Calderón les ofreció hace 10 años nuevamente ese platillo: regresar a las calles.
No sé hasta dónde la idea generalizada de que les disgusta estar en las calles sea tan cierta. Tiene razón el general cuando dice que “los militares no estudiaron para perseguir delincuentes”, pero de ahí a que les cause un gran fastidio estar en las calles, existe una gran diferencia. No lo creo.
En todo caso, lo que sí les encabrona es que no haya el suficiente terreno para que sus acciones (y hasta sus excesos) cuenten con el respaldo de las leyes. No se niegan a perseguir delincuentes. Lo que desean es que se establezca un piso legal que respalde sus operaciones, que no queden, en cierto modo, como delincuentes o violadores de la ley que dicen aplicar.
De ahí surge su exigencia de normar y regular sus acciones. Si la ley que está a discusión en el Congreso se aprueba tendrán una cantidad de herramientas legales de la que nunca gozaron en sus pasadas apariciones públicas.
El respaldo legal de sus acciones es un incentivo para ejercer el verdadero poder. Lo que en otros tiempos alcanzaron algunas dictaduras militares, ejercer el poder sobre la gente, lo podrían o obtener las fuerzas armadas mexicanas de manera legal. ¿Para qué necesitarían de un golpe de Estado.
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