A primera vista, Yeyo luce inofensivo: es casi un niño, delgado, de baja estatura, que viste pantalones cortos y camiseta.
Pero es un criminal avezado que robó su primer celular a los 10 años y hoy, a los 15, se dedica a tiempo completo al asalto de casas, autos y clientes desprevenidos de bancos. Por la suma correcta, también es sicario.
“Me gusta el mal camino, el poder y el dinero”, dijo protegiendo su nombre real en su barrio de casas humildes color terracota, en la ciudad de Puerto Ordaz, en el sur de Venezuela.
“Tú sólo jalas el gatillo y listo”.
Como Yeyo, cada vez más niños y adolescentes venezolanos incursionan en la delincuencia. Para muchos, los “malandros” en las zonas populares con sus flamantes celulares, zapatillas de moda y autos caros son modelos lucrativos a seguir. Y ante la elevada impunidad, han perdido el temor a la justicia.
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Sólo el año pasado, 3,209 menores de edad delinquieron en el país, un alza del 70 por ciento frente al 2013, según cifras de Cecodap, una organización que se dedica a promover los derechos infantiles. En el mismo período, un niño o adolescente murió asesinado casi cada ocho horas.
Estas cifras llevaron a Venezuela a colarse entre los tres países con la mayor tasa de homicidios de niños y adolescentes, sólo superado por El Salvador y Guatemala, naciones asoladas por la pobreza, el narcotráfico y las violentas maras, según Unicef.
“En los barrios los que están teniendo las armas y los que están interviniendo en delitos son muchachos de 14, 15 y 16 años, fundamentalmente”, dijo Alejandro Moreno, un sacerdote salesiano que vive en una barriada de Caracas, donde recolecta datos para el Centro de Investigaciones Populares.
“Un malandro en la comunidad popular, en los barrios, es una figura de prestigio, es un modelo de éxito: éxito en dinero, en vehículos, ropas”, agregó el septuagenario español.
Sentado en la parte trasera de una camioneta, Yeyo recordó que, de niño, se sintió atraído por el poder del dinero, algo que sus padres no le podían ofrecer. Ya no vive con ellos y, aunque no aprueban su conducta, aceptan el dinero que el chico les da para sostenerse.
Temerosos y alarmados por los cientos de homicidios semanales, muchos venezolanos han optado por guarecerse en casa, dejando las calles semidesiertas al caer la noche. La criminalidad, de hecho, está entre los principales problemas de los votantes para las parlamentarias de este fin de semana.
El fallecido Hugo Chávez pregonaba que si los índices de pobreza bajaban, la delincuencia se reduciría con ellos. Pero su heredero, el presidente Nicolás Maduro, ha tomado un tono más beligerante y ha ordenado a sus fuerzas militares confrontar a las bandas, muchas veces mejores armadas que los policías.
Los homicidios violentos casi se duplicaron el año pasado con respecto al 2013, saltando a 69 por cada 100.000 habitantes, según cifras oficiales. Pero políticos y organizaciones no gubernamentales dicen que la tasa real duplica las estadísticas.
Las solicitudes de datos del año 2015, así como las peticiones de comentarios a los ministerios de Comunicación, Público y del Interior no fueron respondidas.
“El Estado no está preparado”
Los adolescentes han estado detrás del gatillo en una serie de casos que estremecieron al país recientemente: jóvenes imberbes estuvieron involucrados en el brutal asesinato de una ex reina de belleza, el ataque con granadas a un puesto policial y el homicidio de una cantante folclórica.
Los “malandritos” incluso hacen alarde de su poder de fuego en las redes sociales, donde posan con pistolas automáticas, rifles de asalto y fardos de bolívares.
“El día a día del barrio, son días desesperados. Niños de 8 y 9 años usados como mulitas de drogas, bandas que se explotan a tiros, muertos en las esquinas: esa es nuestra realidad”, dijo, conmovida, Del Valle Ruíz, líder de un grupo comunitario de un peligroso y desolado barrio en San Félix, en el sur del país, que emula la realidad de muchas otras comunidades marginadas.
Hace seis años, 703 adolescentes e infantes fueron asesinados por enfrentamientos entre bandas, robos o balas perdidas en Venezuela, según el recuento hemerográfico de Cecodap. El año pasado esa cifra subió a 912 víctimas.
Y sólo en los primeros seis meses de 2015 fueron ultimados casi 350 chicos, la mayoría envueltos en hechos de violencia, detallan los datos de esa organización venezolana que trabaja en pro de los derechos humanos de la niñez y adolescencia.
Buscando revertir las cifras, la bancada oficialista en la Asamblea Nacional reformó en junio la Ley Orgánica de Protección de los Niños, Niñas y Adolescentes (Lopnna), originalmente promulgada por Chávez hace 15 años.
Entre otras cosas, la enmienda duplicó el tiempo que deben pagar en la cárcel los delincuentes de entre 14 y 18 años pero, en un punto muy criticado, se estipula que los menores de 14 años no pueden ser procesados por la justicia, cuando antes podían ser enjuiciados al cumplir los 12 años.
Esos adolescentes deben ser atendidos en programas pedagógicos y académicos, públicos o unos pocos privados.
Según los críticos, el artículo crea espacios de impunidad para los criminales más jóvenes cuando la edad de los delincuentes está cayendo, y expone a los más pequeños a las bandas que estarían interesadas en usarlos para delinquir porque son inimputables.
“La atención de la infancia en Venezuela no es estructural, no está pensada (…), el Estado no está preparado para que esos chamos dejen de ser delincuentes”, dijo Angegeymar Gil, consejera de protección infantil que trabaja en Petare, una de las barriadas más grandes del continente.
“Los programas no existen, y los que existen no se dan abasto para atender esa realidad”, sentenció la docente que ha tenido que lidiar con casos de homicidio, violaciones y porte de armas en niños de hasta nueve años.
“Morir o sufrir”
El gobierno socialista alega que sus planes de ayuda para la infancia son certeros y que la tasa de rehabilitación de los jóvenes que ingresan en las cárceles es del 90 por ciento. Pero muchos críticos se preguntan en qué se transforman los niños.
Durante un inusual recorrido para la prensa en un centro de internamiento para menores en Caracas, los jóvenes, con el cabello rapado, buzo azul marino, camisa celeste y botas negras, se presentaron a sí mismos, en perfecta formación militar, como “antiimperialistas”, “socialistas” y “chavistas”.
“La transformación de nuestros adolescentes es de 360 grados”, dijo a Reuters el viceministro de Servicios Penitenciarios, Ramón García. “Hoy tenemos jóvenes que van a defender la patria”.
Más allá de eso, en un país donde nueve de cada 10 casos de homicidio ni siquiera se investiga, darle la vuelta a las leyes y burlar la cárcel parece algo relativamente fácil.
“Si algo se complica, se cuadra un billete y se llega a un acuerdo por tu libertad”, dijo el “El Yei”, un secuaz de Yeyo, de 17 años, burlándose jocosamente del sistema.
Aunque las autoridades son rápidas para resolver los crímenes de alto perfil, como el asesinato de la reina de belleza Mónica Spear, los venezolanos se quejan de que la mayoría de los delitos generan poco interés en la policía, especialmente en las áreas más pobres.
Esta debilidad ha derivado en una decena de iniciativas privadas para tratar de ponerle un freno a la violencia.
Así han proliferado grupos de madres que se unen contra los “malandros”, clases de yoga para niños en peligrosas barriadas y partidos de rugby entre ex presidiarios en una hacienda de ron. Sin embargo, las iniciativas no son suficientes.
“Me mataron a dos hermanos aquí en el barrio por la delincuencia. Quise vengarlos, esa era mi intención”, dijo Jesús, de 16 años, quien vive en la barriada de caminos de tierra y casas de techo de lata de La Victoria, en San Félix.
“Pero pensé: ‘no he conocido a la primera persona que se meta a malandro y luego viva’. Morir o sufrir, esas son las opciones”, caviló.
fuente.-
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